Porque, efectivamente, y como decía Aristóteles, “el Estado es un hecho natural, el hombre es un ser naturalmente sociable, y el que vive fuera de la sociedad (…) es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana (…) es un bruto o un dios”. Algo es natural cuando ha alcanzado la autosuficiencia, cuando se basta a sí mismo y puede entenderse como un ente cabal. El individuo no se basta a sí mismo, mientras que el Estado, la comunidad organizada políticamente, podemos entender que sí; el Estado es un organismo del cual los individuos son sus miembros. Y en este sentido, dice también Aristóteles, “el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes (…) porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real (…) La naturaleza arrastra, pues, instintivamente a todos los hombres a la acción política”. Por tanto, es un error pensar que el individuo sólo está obligado a seguir su interés particular, y que el interés general queda articulado como la mera adición de los egoísmos individuales o, según decían los ilustrados, como resultado de un pacto social, porque ello significaría que el individuo es autosuficiente y la sociedad algo sobrevenido.
Es en este contexto donde debemos encajar las genuinas posiciones del liberalismo, por ejemplo, esto que, defendiendo el individualismo, sostenía Friedrich A. Hayek: “El reconocimiento del individuo como juez supremo de sus fines, la creencia en que, en lo posible, sus propios fines deben gobernar sus acciones, es lo que constituye la esencia de la posición individualista”. Hay dos motivaciones, pues, que gozan de cierta autonomía, el interés particular y el general, y algo que vincula a ambos, aunque no de una manera mecánica o simple. “En la historia universal –sigue diciendo Hegel– y mediante las acciones de los hombres, surge algo más que lo que ellos se proponen y alcanzan, algo más que lo que ellos saben y quieren inmediatamente. Los hombres satisfacen su interés; pero, al hacerlo, producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención”.
Esa distinción entre el interés particular y el general ha servido de sustrato a las dos correlativas posiciones políticas que han resultado ser las fundamentales, y que, en su estado puro, se corresponderían, a un lado, con el estricto individualismo, y al otro, con el colectivismo. La dificultad que existe a la hora de entender la manera en que están conectados ambos tipos de interés ha convertido estas dos posiciones políticas en virtualmente irreconciliables. Desde el estricto individualismo (que me permito diferenciar de aquel matizado individualismo que defiende Hayek), el interés particular es soberano, y el interés general no es sino el conglomerado que resulta de la suma de las preferencias de cada individuo; en consecuencia, el Estado sólo debe intervenir como mero coordinador de intereses particulares. Mientras tanto, el colectivismo entiende que el interés general trasciende del que atañe a los individuos, y puesto que es evolutiva y moralmente superior a este, debe, en lo posible, desplazarle y desalojarle. El colectivista, por tanto, demanda del Estado que sustituya con sus funciones a lo que espontáneamente surgiría de los dictados de los intereses particulares, que emanan del egoísmo de cada individuo, y que finalmente deben quedar relegados en aras de aquello que exige el bien común.
Pero ocurre que cuando el colectivista ha tratado de fijar los parámetros de aquello en lo que consiste el bien común, lo ha hecho pasar siempre a través del filtro de una ideología, interfiriendo, retorciendo o interrumpiendo la dirección de las cosas que hubieran señalado los esfuerzos individuales. Y así, obligado como se siente el colectivista a planificar la economía, al tomar sus decisiones, dice Hayek, “tiene que establecer diferencias de mérito entre las necesidades de los diversos individuos. Cuando el Estado tiene que decidir respecto a cuántos cerdos cebar o cuántos autobuses poner en circulación, qué minas de carbón explotar o a qué precio vender el calzado, estas resoluciones no pueden deducirse de principios formales”, y, por tanto, seguros y previsibles, sino responder a criterios arbitrarios. Cuando por ejemplo, y como ha ocurrido recurrentemente en nuestro país, nuestros gobernantes deciden subvencionar la compra de coches, la arbitrariedad de su decisión queda de manifiesto al interferir en las preferencias espontáneas de la gente, que, sin esas trabas o impulsos artificiales, quizás hubieran preferido dirigirse hacia la compra de electrodomésticos o a pagar el importe de una matrícula para ampliar estudios. En el extremo, el colectivista, puesto que sospecha de las preferencias de los individuos, inevitablemente dictadas, según él, por el egoísmo, trata de sustituir la realidad que brota del libre juego de la competencia por aquello que surge del dictado de su ideología. En suma, impone un determinado tipo de preferencias (las que dicta su ideología) a los individuos. Y así nos encontramos, por ejemplo, con el caso que Aristóteles cita de Hipódamo de Mileto, “hombre que tenía la pretensión de no ignorar nada de cuanto existía en la naturaleza”, y que pertrechado con tal prepotencia, con ese falaz antídoto contra los imprevisibles designios que los infinitos intercambios entre individuos van generando, se sentía capaz de planificar hasta el extremo la vida de sus conciudadanos. De manera que imaginó una república ideal que, según informa Aristóteles, “se componía de diez mil ciudadanos, distribuidos en tres clases: artesanos, labradores y defensores de la ciudad, que eran los que hacían uso de las armas. Dividía el territorio en tres partes: una sagrada, otra pública y la tercera poseída individualmente (y asimismo) creía que las leyes no podían tampoco ser más que de tres especies, porque los actos justiciables, en su opinión, sólo pueden proceder de tres cosas: la injuria, el daño y la muerte”. Y así sigue exponiendo el filósofo de Estagira esa visión utópica de Hipódamo, al que podríamos considerar casi supersticiosamente fascinado por el número tres, y acaba advirtiendo: “Indudablemente, cada cual es dueño de crear hipótesis a su gusto, pero no deben tocarse los límites de lo imposible”. “Lo imposible”, lo utópico, acaba inevitablemente surgiendo cuando el planificador pretende sustituir la infinita variedad de posibilidades que genera el libre juego de la oferta y la demanda por su limitada, e inevitablemente prejuiciosa, capacidad de ordenación, que está abocada a toparse en algún momento con “lo posible”, lo que, sobrepasando sus falaces presupuestos, se empeña en entrar en escena en representación de lo real.
Mientras tanto, el individualista puro no reconoce el bien común como una entidad diferenciada de la suma de los intereses particulares, y no demanda del Estado otra función que la de servir de cauce a su buena marcha y mediar en los conflictos que puedan aparecer entre ellos. Pero, como se ha dejado dicho, esto sería así solamente si el individuo fuera un ser autosuficiente y la sociedad, como Rousseau suponía, un artificio. Pero la sociedad, la polis de los griegos, es el destino al que han de ir a parar los esfuerzos y tareas de los individuos. Metafísicamente, pues, la sociedad es anterior al individuo.
Así que la dificultad estribaría en deslindar el área del interés general y acertar en la manera de fijar cuál debe de ser el modo de administrarlo. Y aquí es donde conviene recuperar las conclusiones del liberalismo: es del libre juego de la oferta y la demanda de donde, mientras sea posible, deben emanar las fuerzas vectoriales encargadas de fijar la marcha de la sociedad, y habrá que complementar esas directrices, como el mismo Hayek admite, con la necesaria atención a aquellos aspectos de la vida social a los que no se pueda llegar a través de la libre competencia. ¿Dónde habría que concluir que se ha sobrepasado ese marco fundamentalmente delimitado por el libre intercambio entre los individuos y, consiguientemente, se habría adentrado una sociedad en los derroteros que empujan hacia el totalitarismo? Serviría para delimitar la frontera entre un tipo de sociedad y otro aquello que en 1950 dijo Ayn Rayd (polémica minarquista, aunque finalmente admiradora de Aristóteles, ese que decía que la sociedad es anterior al individuo):"Cuando adviertas que para producir necesitas obtener autorización de quienes no producen nada; cuando compruebes que el dinero fluye hacia quienes no trafican con bienes sino con favores; cuando percibas que muchos se hacen ricos por el soborno y por influencias más que por su trabajo, y que las leyes no te protegen contra ellos sino, por el contrario, son ellos los que están protegidos contra ti; cuando descubras que la corrupción es recompensada y la honradez se convierte en un auto-sacrificio, entonces podrás afirmar, sin temor a equivocarte, que tu sociedad está condenada". Palabras que, de paso, pueden ayudarnos a valorar qué tipo de Estado tenemos hoy los españoles.