Acción, represión, acción. Este es el esquema de violencia en base al cual se ha desarrollado en términos generales, casi sin excepciones, la escabrosa historia de la relación entre Estado y anarquismo en nuestro país. El origen, como en muchos otros conflictos sociales, radica en la apatía del poder a la hora de medir el pulso social de esta clase de colectivos, y en la costumbre de anteponer la coerción al diálogo. Prácticamente desde los inicios del movimiento anarquista en España, la incontestable opresión gubernamental, esgrimida por medio del monopolio de la violencia, hizo germinar en el seno de los movimientos nacientes la aceptación de las acepciones más violentas del concepto de propaganda por el hecho (hoy en día generalmente identificada directamente con el terrorismo anarquista, a pesar de ser una asociación errónea y excluyente). A pesar de la progresiva pacificación que ha transformado positivamente el anarquismo en España, y aun habiendo vivido épocas de relativa paz que avivaron las esperanzas de instaurar un modelo sostenible de convivencia (como la que se dio durante la Transición, cuando se produjo una gran ola de fundaciones de ateneos y centros sociales y el resurgimiento de multitud de colectivos relacionados), es evidente que existe una latencia revolucionaria que, aun sabiéndose pasados los años del insurreccionalismo más inconsciente y romántico, sigue manifestándose en los sectores más radicales del importante poso anarquista del país, y es capaz aún de tomar la forma de la violencia más inhumana. Una violencia que, más que impactar en la conciencia ciudadana, lo que consigue es indignar profundamente a todos aquellos anarquistas que ven su ideología marcada reiteradamente con el estigma de la radicalidad insana.
El pasado martes 16 de diciembre asistimos a la noticia de las detenciones de 11 personas en Barcelona, y otra en Madrid (la mayoría asociadas al movimiento okupa, ateneos libertarios o colectivos afines), como resultado de la bautizada como «Operación Pandora», que ha consistido en una serie de intervenciones policiales coordinadas para llevar a cabo las órdenes de detención de 15 personas presuntamente asociadas a una organización terrorista anarquista, a la que se atribuyen diversos atentados con artefactos explosivos entre 2012 y 2013 (algunos tan dramáticos como el de la Basílica de El Pilar o el de la catedral de La Almudena, que afortunadamente no dejaron heridos). De hecho, en el caso de La Almudena ya se inculpó a dos ciudadanos chilenos, pero las indagaciones policiales llevaron a establecer conexiones factibles con núcleos anarquistas (y concretamente okupas) de Barcelona y Madrid.
La operación, durante la cual, al parecer, se ha moderado el habitual uso injustificado de la violencia policial, y se ha procesado correctamente las órdenes judiciales pertinentes (no siempre respetadas en lo que respecta a acciones contra colectivos anarquistas), se ha centrado casi exclusivamente en Barcelona. Se han llevado a cabo registros en 14 puntos de toda Cataluña, 11 de ellos en Barcelona ciudad, y entre ellos se incluyen diversos ateneos, 8 domicilios particulares y la Kasa de la Muntanya, centro emblemático del movimiento okupa.
Lo que se ha buscado con este golpe de brutal autoridad es materializar la conclusión a las investigaciones conducidas en torno estos últimos brotes de violencia anarquista en España, marcando el cénit de otra espiral de infructuosa violencia antisistema que, como se ha dicho, no es más que una reverberación de tantos otros episodios históricos, de muestras de fuerza reactivas que, de hecho, resultan perjudiciales para ambas partes. Para los colectivos anarquistas, hace ya mucho tiempo que no suponen una herramienta de propaganda y concienciación, sino todo lo contrario: alimentan el rechazo social, y éste a su vez es atizado por los sectores más demagógicamente oportunistas de la derecha política (y no tan derecha). En lo que respecta al Estado, es evidente que se espera de éste una respuesta contundente, y que vaya por delante que en este artículo se defiende, como es lógico y necesario, la persecución de cualquier forma de terrorismo; no obstante, tras esta intervención tan sonada se ocultan al ojo público infinidad de asaltos, desalojos, detenciones e incluso casos de espionaje que no solamente se han llevado a cabo muchas veces sin respetar los procedimientos legales, sino que incluso han llegado a vulnerar derechos fundamentales de los sujetos. Y ahora, con sólo agitar la bandera tan manida del antiterrorismo incuestionable, no se puede tapar todos los demás ataques injustificados, tanto en su motivación como su intensidad, a colectivos anarquistas que no tenían nada de terroristas ni agitadores ni conflictivos. Esta actitud irrespetuosa e intransigente ha comportado desde hace ya muchos años un creciente distanciamiento, y un uso muchas veces exageradamente teatral de la fuerza policial, además de demostrar cómo asoma entre los pliegos de la historia esa peligrosa apatía hacia las necesidades y derechos de las minorías ideológicas; unas contrapartidas que, en mi opinión, no pueden ser compensadas por esta clase de exhibiciones de músculo estatal que ya no impresionan a nadie, y que, por otro lado, motivan la inflamación de ese revolucionarismo latente. Ergo, que la actuación del poder público fuese necesaria no quiere decir que no pudiese haber sido evitada, y esto posiblemente se habría conseguido de no estar detrás todas esas irregularidades, y de haberse adoptado desde hace años una política de acercamiento más sensata. O ni siquiera de acercamiento, pero al menos legal.
Pero la cuestión que más vale la pena resaltar es que estos agravios van más allá, mucho más allá, a causa del retrato acusadamente simplista que se hace en los medios, sean del signo que sean. Los medios, en efecto, juegan un papel clave en la estigmatización no del anarquismo violento, sino de todo colectivo anarquista o afín, llevando a cabo la traslación de una minoría violenta que pasa a superponer prejuicios sobre la totalidad de colectivos asociados ideológicamente. Por mucho que el conseller Espadaler se haya esforzado en subrayar el carácter excluyente del término violento, la verdadera percepción ciudadana padece de prejuicios difícilmente reconciliables. Es decir, que su trato en los medios lleva años bombardeando a la población con inexactitudes, generalizaciones e informaciones sesgadas que embrutecen la dignidad de la gran mayoría de estas personas y organizaciones; y lo mismo ocurre con este caso en particular: aunque la operación Pandora sea una defensa justificada de la seguridad ciudadana, la forma en que su percepción es construida a través de los medios, y la cantidad de titulares que ha acaparado, contribuyen de igual forma a damnificar al colectivo en su conjunto.
Un caso paradigmático, y relacionado con la reciente ola de asaltos policiales, es el del movimiento okupa, objeto de una opresión estatal que ha ido creciendo a lo largo de los años. A pesar de seguir los esquemas históricos habituales, y de haber recibido un trato injusto por parte del poder policial, su situación de represión es ampliamente ignorada por la ciudadanía. ¿Y no es evidente el porqué? Pues, de la misma forma que los medios atribuyen una importancia desmesurada a los casos cada vez más aislados de violencia, también evaden cualquier referencia a los casos en que la violencia se ejerce en el sentido opuesto, y por supuesto tampoco otorgan relevancia alguna a los esfuerzos sociales de un gran número de centros okupados, además de ateneos y otras agrupaciones. Y sí, opresión es una palabra adecuada, pues sus fuertes connotaciones no son en modo alguno desproporcionadas: mientras la gran mayoría de colectivos rechazan la violencia y realizan numerosas labores para la comunidad (como es el caso de talleres, mercados solidarios, comedores sociales, comercios, librerías e incluso acoger a gente necesitada), la incómoda transgresión del orden burocrático que representan es tachada de antisistema (en su forma más peyorativa) y son combatidos activamente mediante desalojos irregulares, violencia injustificada, registros ilegales e incluso cámaras de vigilancia que vulneran flagrantemente el derecho a la intimidad (a parte de constatar la absurda fijación del gobierno por este colectivo).
Los prejuicios divulgados por los medios han ido construyendo, con el beneplácito del establishment, una imagen distorsionada del movimiento okupa, cuya verdadera cara, la mayoritaria y menos conocida, es la de un colectivo pacífico que aporta un valor añadido a la comunidad. Y es evidente que cualquiera puede recordar los numerosos enfrentamientos que han acontecido entre policía y okupas para frenar desalojos; pero cabe plantearse, como en el caso expuesto antes, si no existen otras espirales de creciente represión tras las noticias incendiarias que se divulgan, y que, de ser expuestas al público, pondrían en entredicho la versión maniquea que generalmente se concibe. Porque no es lo mismo la violencia injustificada que el uso ético de la violencia, es decir, la autodefensa. Un ejemplo: la misma Kasa de la Muntanya, sin ir más lejos, fue objeto de un asalto policial ilegal en 2001, que no contaba con los permisos judiciales para llevar a cabo un desalojo, por lo que consiguientemente 36 agentes de la Policía Nacional fueron imputados, pero los cuantiosos daños causados jamás fueron compensados. ¿Y quién se acuerda de este caso, o de tantos otros igual de escandalosos? Es cierto que esta información puede ser encontrada en internet, e incluso en tímidas columnas de la sección de Sucesos; pero su difusión es marginal en comparación con la de los casos aislados a los que se atribuye tal magnitud, y por tanto incapaz de competir con los bombardeos sesgados de los medios de masas.
Pero el movimiento okupa, en su origen, es mucho más que solamente un proyecto de rehabilitación de espacios en desuso; es también una denuncia del reparto desigual de la propiedad, del mal social que supone la especulación inmobiliaria y de la situación desesperada de aquellos que, debido a estos condicionantes, son incapaces de permitirse una vivienda digna. La ocupación es ilegal, ciertamente. Pero legalidad no es sinónimo de justicia, y este es uno de los casos más evidentes, y que además se ha hecho un hueco en los programas de varios partidos políticos (incluido Podemos, que aboga por la cesión temporal de propiedades en caso de necesidad ciudadana). Definitivamente, un activismo incómodo para una élite política asentada en la palma de la mano de los jeques del ladrillo.
Hace unos meses, en el marco de un proyecto de investigación, tuve ocasión de visitar diversas casas okupadas y de recoger los testimonios de algunos de sus integrantes. Y lo cierto es que, aun conociendo su situación y habiéndome informado previamente de forma extensa, descubrí que seguía albergando inconscientemente una serie de prejuicios que se derrumbaron gracias a este contacto directo. Y es que la realidad que conocí no solamente es radicalmente opuesta al estigma social divulgado, no solamente se trata de gente corriente y pacífica que lo único que desea es vivir en paz; también encontré allí modelos de superación: personas desesperadas, víctimas del sistema, desahuciadas, marginadas… y también personas muy comprometidas, entusiastas, activistas, solidarias, y sobre todo trabajadoras, muy trabajadoras. Y soy consciente de que esto último peca de subjetivo, pero no me queda más remedio que invitar a quien no me crea a visitar cualquiera de las muchas librerías, comedores, tiendas ecológicas y demás centros sociales que tienen desperdigados por España.
Me explicó uno de mis testimonios:
«El anarquismo español, y también en general, ha tendido a delimitar a lo largo de la historia el alcance de lo que se considera violencia legítima; ahora es más correcto decir que se cree en la autodefensa. Las insurrecciones violentas no son un medio asequible ni factible, y eso lo sabemos todos, y muchos de los que hoy en día se hacen llamar revolucionarios anarquistas no son más que terroristas sin causa decente. […] La mayoría de colectivos anarquistas se han ido decantando a lo largo del siglo XX hacia posturas mucho más pacíficas; no moderadas, pero sí pacíficas, comprendiendo que la concienciación ciudadana solamente puede venir dada a través del ejemplo, de la propaganda por el hecho y la convivencia pacífica».
Quien quiera cerciorarse, puede ir a visitar a este hombre, Iñaki, que regenta la librería barcelonesa de El Lokal, y preguntarle.
De modo que la conclusión no requiere más que constatar el indignante vacío informativo, la distancia que se abre en el desfase entre la imagen mediática y la realidad deliberadamente sepultada de estos colectivos, y muy en particular el movimiento okupa. Y en ese vacío que existe germinan los frutos de la culpa de muchos. Basta de violencia, de despropósitos, de apropiarse indebida de unas ideologías y unas filosofías de vida que nada tienen de sanguinarias. Basta de opresión, de intolerancia, de manipulación. Y, sobre todo, basta de actitudes retrógradas, que no reflejan más que los ecos de un pasado abominable; una práctica, por cierto, demasiado habitual en esta España posfranquista.