El estraperlo

Publicado el 24 noviembre 2021 por Monpalentina @FFroi

De nuevo en Palencia, en mi calle de San Juan -hoy de Valentín Calderón- me vienen a la memoria recuerdos de aquellos años cuarenta, que muchos vivimos, de penurias, hambruna, estrecheces y racionamiento. A pesar de ello, fueron felices.


Del racionamiento de los justos aceite, azúcar, legumbres, etc., con cartilla y cupones, se encargaba de proveernos el recordado Sr. Alejo, en su tienda al principio de la calle Barrio y Mier, entre el Alaska y el Cigaleño -después La Solera-, de nuestro vecino el Sr. Teodosio.

Pero quiero contar algo, trascendental en nuestras vidas, que también tuvo como uno de sus protagonistas al trenín. Era el estraperlo, que nosotros hacíamos con el pan blanco, que mi padre traía de Medina de Rioseco. Las señoras, Eugenia, Julia y otras, lo hacían con la carne y las legumbres, que traían de Villalón y otros lugares. Nuestro pan sólo se lo podían permitir los ricos y las buenas gentes de Tierra de Campos, que comían mejor que en la capital. Algunos ricos de Palencia lo comían gracias a nosotros. El hacérselo llegar era, para mí, una aventura.

Todos los días, la cesta de mi padre volvía con los cacharros vacíos. Entre ellos, unos panes blancos, bregados. Esos días los consumeros, que tenían su garita a la salida de la estación, hacían la vista gorda y no requisaban nada. Pero el día que regresaba mi padre, aparte de la cesta, para despistar, en su chocolatera -como él también llamaba a su 4-, escondidos en un lugar que sólo él conocía, traía dos sacos llenos de panes. Antes de llegar a la estación, el tren pasaba casi tocando las tapias del cementerio viejo, que ahora es el parque de la Carcavilla.

Cuando ya iba a Instituto, mi clase terminaba a las cinco y yo iba corriendo por la calle Mayor y después por la de Simón Nieto. Dejaba mis libros en la taberna de la señora Higinia, la Culona, que era muy amiga de mis padres. Muy baja y gorda, tenía mucho culo y por eso mi padre, que era muy guasón, le llamaba así y no le parecía mal. Muchos días, cuando yo era muy pequeño, después de dejar la cesta en casa, iba con mi madre hasta los jardinillos de la estación, donde jugaba un rato y nuestro vecino, el amable Churrina, que hablaba y andaba como las chicas, en su churrería siempre me regalaba un churro. Después íbamos a la taberna de esa señora. Pero sigamos con el estraperlo.

Yo seguía corriendo hasta el cementerio, saltaba las tapias y corría entre las tumbas, hasta donde estaban mi hermana Beni y mi primo Paco, junto a la tapia del cementerio que daba a las vías. Recuerdo que, la primera vez que entré en el cementerio, me dio miedo pero como sabía que estaba Paco y era de día, pronto se me pasó. El tren pasaba despacio y mi padre dejaba caer los sacos donde estábamos, que lo teníamos preparado con algo mullido para que los panes no se rompiesen. Cogíamos los sacos al hombro, atravesábamos de nuevo el camposanto y los llevábamos hasta la taberna. Desde allí, salvando la vigilancia de los consumeros, con un fardel, pan a pan, los repartía por las casas de algunos ricos de Palencia, que los podían pagar. Los demás comían pan oscuro.

Nosotros siempre comíamos pan blanco, como los ricos, y mi madre, para merendar, me daba una rebanada de ese pan, cubierta de nata, con azúcar encima, que era todo un manjar. Los demás días, que mi padre estaba de viaje, los pocos panes de la cesta eran para nuestros clientes más especiales, que me daban propis, cuando se los llevaba: Don Severino, don Miguel, don Félix Pollos y el señor Hermoso de la joyería.

En medio de nuestra estrechez aquello nos servía, como decía mi madre, para ganar unas pesetillas, que buena falta nos hacían.

Una historia de Julián González Prieto