Revista Historia

El estudio Tuskegee, el infame experimento donde sífilis y racismo se dieron la mano

Por Ireneu @ireneuc

Uno de los efectos secundarios que nos ha dejado la crisis es una creciente ola de racismo y profunda animadversión contra los inmigrantes, como respuesta al empeoramiento de las condiciones económicas globales. No importa el país ni la raza, que los que vienen de afuera son poco menos que los culpables de la muerte de Manolete, cuando nadie parece ver que, sin ellos, todos los países se van al garete. Todos. Aunque justo uno de los que más tendría que saberlo, Estados Unidos, levantado a base de sucesivas oleadas inmigratorias, no es que destaque por su amor a la diferencia racial exactamente; que se lo digan a la comunidad afroamericana, que ha tenido que sudar sangre en aquel país simplemente para que se les considerase personas ( ver La máquina que transformaba negros en blancos). Y es que el trato vejatorio e indigno para con los negros americanos, incluso a nivel oficial, llevó en su momento a hacer auténticas barbaridades inmorales que, vistas desde la no tan alejada lejanía temporal, indignan a cualquiera que las conozca. Tal es el caso del estudio de la sífilis de Tuskegee.

A principios del siglo XX, y a pesar que la esclavitud hacía ya mucho tiempo que se había abolido, las diferencias sociales entre blancos y negros simplemente eran abismales. Las leyes, muchas de ellas rebotadas de épocas pasadas, marcaban que ser negro en Estados Unidos no era lo mismo que ser un blanco y, pese a las luchas de cuatro idealistas que creían en la igualdad de razas y oportunidades, los afroamericanos estaban absolutamente discriminados, siendo relegados a ser los parias más desgraciados de aquella sociedad. Esta situación indigna los llevaba de cabeza al analfabetismo, la pobreza más absoluta y los hacía presa fácil de las enfermedades por la falta de condiciones higiénicas y la imposibilidad material de pagar los médicos.

Una de las zonas donde esta desigualdad racial era más hiriente era en los estados del sur que, hasta su derrota en la guerra civil ( ver Los buitres que celebran anualmente la batalla de Gettysburg), habían vivido de la explotación de la mano de obra esclava en los interminables campos de algodón de las fértiles orillas del río Mississippi. No obstante, cuando acabó y se abolió la esclavitud, la comunidad negra siguió trabajando los campos, pero por salarios ridículos y unas condiciones infernales de trabajo. No eran esclavos, cierto, pero no habían mejorado en absoluto. Ante esta situación, en Tuskegee, una pequeña ciudad de Alabama, un esclavo liberto llamado Lewis Adams, hijo de un propietario esclavista que al menos tuvo la decencia de darle estudios, se propuso mejorar en lo posible la vida de la comunidad negra de la ciudad, fundando en 1881 la Tuskegee Normal School (Escuela Normal de Tuskegee) una escuela para negros hoy convertida en universidad que pronto obtuvo un gran renombre. Pese a la mejora educacional y de oportunidades que comportó -de nada a poco, ya era una mejora sustancial-, había un problema que golpeaba duramente a las familias negras: la sífilis.

La sífilis es una enfermedad bacteriana de transmisión sexual muy contagiosa que cursa con úlceras, inflamación y puede afectar al hígado y al sistema nervioso, pudiendo producir ceguera e incluso la muerte si no es tratada a tiempo. El problema era que, en los años 20 del siglo XX, la sífilis se curaba con dificultad con unos tratamientos muy tóxicos para el cuerpo (a base de mercurio y bismuto) y que, para más inri, tenían una eficacia mínima. La necesidad de estudiar una enfermedad que afectaba al 35% de la población en edad reproductiva se hizo patente y desde la Tuskegee Normal School se buscó financiación para luchar contra esta enfermedad. Sin embargo, la llegada del Crack del 29, hizo que la financiación se cortara de golpe, siendo la primera afectada la comunidad negra; puestos a recortar, no iban a ser los blancos los primeros, claro.

Ante tal mazazo, en 1932 el Servicio de Salud Pública en colaboración con el Tuskegee Normal School, decidió hacer un estudio en el que se mostrarían los tremendos efectos de la sífilis en los hombres afroamericanos en caso de no ser tratados. La idea era hacer un seguimiento de la evolución de la enfermedad durante seis meses, pasados los cuales se trataría a los enfermos normalmente, con el fin de obtener las suficientes razones objetivas que justificasen el retorno de la financiación de los trabajos. Para ello se consiguió que 600 hombres negros (399 infectados y 201 libres de infección, la mayoría analfabetos) participaran en el estudio prometiéndoles dar tratamiento médico gratuito a su enfermedad -la mayoría no podían costeárselo- y un seguro de decesos en caso de que alguno pasase a mejor "vida". Lo que no les dijeron era que ninguno sería tratado con medicinas, sino con inocuos placebos. Y callando como unos putas, comenzaron los estudios.

Pasados los 6 meses que supuestamente eran de estudio "libre", es decir, sin ningún tratamiento, y a los que tenía que seguir un tratamiento con medicinas efectivas (o al menos de cierta efectividad) el equipo médico que los "atendía" se quedó sin fondos para dar la terapia curativa. Ante este inconveniente, se decidió seguir adelante con el estudio, pero adaptándolo a un largo periodo de tiempo. O lo que es lo mismo, hasta que murieran.

Así las cosas, los enfermos que habían entrado en el programa fueron pasando los años sin ser tratados, solo con la administración de placebos y con los controles periódicos a los que estaban asignados para ver su evolución. Pero si algo tiene la ciencia es que avanza una barbaridad y el descubrimiento de la penicilina y su aplicación exitosa en la sífilis a principios de los años 40, hizo que este antibiótico se impusiera como remedio eficaz. ¿Y se cree que se les administró a los negros de Tuskegee? Bien al contrario, los médicos encargados de llevar el estudio les convencieron de que, si había alguien que les aconsejaba de tomar penicilina, que no le hicieran caso y se negaran. Con un par.

No fue hasta 1965, cuando Peter Buxtun, un joven médico de Chicago, se enteró del estudio por una revista médica. Viendo la poca vergüenza de tener a aquellos desgraciados (algunos habían muerto y otros estaban gravemente afectados) durante más de 30 años sin tratamiento, escribió una carta a los encargados de aquella investigación criticándoles su falta de ética para con aquellos enfermos. En vistas de la falta de respuesta, acudió al Centro de Control de Enfermedades que confirmaron la continuación del estudio. Decisión respaldada, eso sí, por diversas entidades médicas entre ellas, para más recochineo, la Asociación Médica Nacional, una asociación que representaba a médicos afroamericanos ( ver La desgracia doble de ser un negro blanco). Ante la negativa a acabar con semejante inmoralidad, a principios de los 70, Buxtun recurrió a la prensa, lo que llevó al Washington Star a levantar "la perdiz" el 25 de julio de 1972, siendo portada del New York Times al día siguiente.

La polvareda que produjo el conocimiento público de aquel supuesto estudio científico, hizo que el senador Edward Kennedy abriera una investigación del Congreso en el que, convocados Buxtun y los responsables del Servicio de Salud Pública, dejó patente que aquellos hombres no habían sido avisados de los riesgos, la inmoralidad de mantenerlos 40 años sin tratamiento y la inutilidad manifiesta del ensayo. Aplastantes conclusiones que llevaron a la finalización del estudio en octubre de 1972.

En el momento de la suspensión, de los 600 hombres que empezaron el programa solo sobrevivían 74. De los fallecidos, 28 habían muerto directamente por la sífilis, 100 de complicaciones derivadas de ella y, por si no era suficiente, 40 mujeres habían sido contagiadas por sus maridos y 19 niños habían adquirido la enfermedad de forma congénita. Un drama humano gratuito que, pese a las compensaciones económicas ulteriores, e incluso la disculpa oficial del presidente Bill Clinton en nombre de los Estados Unidos en 1997, no compensaron la hipocresía de un estado que 30 años antes había condenado a la horca la inmoralidad de los médicos nazis en los campos de concentración, pero mantenía con total impunidad un estudio racista y éticamente inadmisible.

Ahora tal vez sea historia. Pero la historia, cuando se olvida, siempre se repite.

Tiemble.


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