El transterrado colega Miguel Cane se llama a sí mismo periodista cinematográfico, más que crítico de cine. Hace bien: es más complicado ser un buen periodista de cine -hace análisis, entrevistas, crónicas- que ser crítico de cine. Por lo demás, Cane demuestra en las siguientes líneas que es, también, como no, un apasionado crítico de cine. O, si se quiere, un apasionado del cine.
¡Qué faena tan difícil ésta de tener que elegir! Sobre todo por las muchas implicaciones que tiene.
Decidí ser muy estricto conmigo mismo: por lo tanto, limité el periodo al que más me interesa del cine contemporáneo: 1959 a 1979.
Siento que es realmente la última época en que se hizo cine para adultos con recursos de estudio, algo que decayó en los 80 y ahora se ha convertido en vil mendigueo de premios... donde el cine independiente se ha tornado en el verdadero remanso del adulto que quiere encontrar una historia y los antaño grandes estudios son la máquina alimentaria del American Teen con déficit de atención, obsesión con el superhéroe (que no es algo malo, pero sí odioso) y un inmoderado amor por el chistorete vulgar y los pedos.
Es la época a la que pertenecen las últimas obras maestras modernas, como Taxi Driver, Mary Poppins, Persona, Apocalypse Now, El apartamento, Gritos y Susurros, El Padrino, Pink Flamingoes, Nashville, 2001, Irma la dulce, La Dolce Vita, Carrie, Cría Cuervos, El Bueno el malo y el feo, El Gatopardo, Belle de Jour, Sed de mal, Annie Hall, Psicosis, El Verdugo, Solaris, Pickpocket, Lawrence de Arabia, El Graduado, ¿Qué fue de Baby Jane?, Aguirre: La Ira de Dios, El Exorcista, Tiburón, El Ángel Exterminador, Jules et Jim, Doctor Zhivago, Los Caifanes, Los Pájaros, Manhattan, Hiroshima mon amour, El Espíritu de la Colmena, Ben-Hur, Star Wars, Patton, Blowup, My Fair Lady, así como centenas de otros filmes amados por muchos, que han aparecido en listas como esta por años y en algunos casos hasta las encabezan.
Curiosamente, no todas las películas que rescato son para adultos. Pero eso es lo de menos. Hablábamos una vez del amor que nos ciñe a un filme determinado, por muy falible que pueda ser. Esta lista está compuesta de filmes a los que amo. Y me sobraban. Cada vez que cambiaba uno, no era una decisión exenta de dolor.
¿Cómo puedo considerar a Marienbad por encima de Hiroshima? El amor no entiende de cánones. ¿Cómo pudiste dejar de lado a Hitchcock, a Ford, a Wilder, a Bresson, a Bergman, a Kubrick? Porque otros los tomarán, sin duda.
Verás, no quise hacer una lista que incluyera los directores o filmes que por rota se incluyen, el ritual del “que sabe más”, el cliché triste de lo que “debe ser”, el canon inamovible. Todo eso de lo que ya hablamos. Aquí hablo de amor. La expresión que tanta agrura le causa a algunos conocidos de “la carta de amor a...” Pues eso.
Hablo de lo que me dio amor cuando empecé a ver cine, de lo que me sigue dando amor cuando regreso a él. Hay muchos filmes que son evidentes e inamovibles. No me necesitan. De hecho, y siendo humildes, ninguno me necesita. Pero quise darles mi voz de todos modos.
Gracias por invitarme, tocayo. Espero no defraudarte.
*
Rosemary's Baby/ El Bebé de Rosemary (1968) En su primer filme made in Hollywood, Roman Polanski, que había causado sensación en Europa con Cuchillo en el agua (1962), Repulsión (1965), Cul-de-Sac (1966) y La Danza de los Vampiros (1967), adapta la exitosa novela de Ira Levin, que plantea lo insólito en un contexto absolutamente realista y cotidiano, un tema que es inherente a toda su obra. Mia Farrow, que a la sazón tenía veintidós años y solo tenía como respaldo el rol protagónico en la telenovela La Caldera del Diablo (Peyton Place), es una revelación como Rosemary Woodhouse, ama de casa y esposa de un actor ambicioso y sediento de reconocimiento (John Cassavetes, en una interpretación intensa y subversiva), que se mudan a un apartamento en un imponente edificio decimonónico en el West Side de la ciudad de Nueva York. Sus vecinos, Roman y Minnie Castevet (Sidney Blackmer y una formidable Ruth Gordon) son una pareja de excéntricos y entrañables ancianos, que inesperadamente se convierten en parte de sus vidas. Cuando, después de un sueño alucinante y febril, Rosemary se descubre encinta, pareciera que su ilusión más acariciada – ser madre – se vuelve realidad, no obstante, es ese mismo tejido el que comienza lentamente a desbaratarse y las luminosas habitaciones de su pequeño hogar perfecto se ensombrecen. Con una economía de lenguaje y una sutileza de cámara, Polanski poco a poco revela – prácticamente desde el principio – los elementos ambiguos de su narrativa: lo que sucede ¿es real o no? ¿Existe un culto de satanistas en pleno corazón de Manhattan? ¿Es todo efecto de una paranoia que brota súbita en la mente de una joven ingenua y conflictuada por su lugar en el mundo moderno? Siguiendo la pauta de la novela con una fidelidad inaudita (era su primer guión adaptado) Polanski guía a Mia por escenas que van del humor sardónico a la ansiedad asfixiante, sin perderla de vista un solo momento. Con valentía, la actriz se pone en sus manos y entrega una interpretación emblemática, irrepetible. Es imposible imaginar a nadie más en el rol – si bien la Paramount tuvo bastantes problemas para encontrar quién lo encarnara: todas las actrices contempladas, como Jane Fonda y Tuesday Weld, rechazaron el papel; Polanski pensó en ofrecerlo a su entonces prometida, Sharon Tate, pero no lo consideró ético y Mia fue una elección de último minuto por parte de Robert Evans, entonces director del estudio, que veía el matrimonio de ella con Frank Sinatra (mismo que se disolvió abruptamente en pleno rodaje) como garantía de taquilla – al que imprime una vulnerabilidad empática: es la víctima perfecta y el espectador no puede distanciarse de su peregrinar hacia la cuna en la que se encuentra por fin como perpleja madre de un engendro infernal. Clásico moderno, creó una tendencia en el género y sin él obras como El Exorcista (Friedkin, 1973) o La Profecía (Donner, 1976) no existirían. Hoy en día, el género es muy diferente y no sabe de sutilezas, pero como parte esencial de la atmosférica Trilogia de los Apartamentos (que incluye a Repulsión y El Inquilino (1976) y en mayor o menor grado a Carnage)se mantiene como un referente inamovible del cinema. Que Polanski se rehusara a mostrarnos al presunto bebé del título es quizá el toque maestro; nunca sabremos qué sucedió realmente en el hogar de Rosie, pero sabemos que, sin que importe el origen de su criatura, su instinto materno es más fuerte, aún si implica el triunfo del mal.
L'Année dernière à Marienbad/ El año pasado en Marienbad (1961) Un hotel palaciego, en algún lugar de los alpes austriacos. O tal vez no. Hermosos salones de ornamentación rococó, cada uno más suntuoso, opulento y ostentoso que el anterior. Una voz monótona que describe en un monólogo obsesivo cada detalle de lo que ve mientras un inmenso tracking shot nos lleva en línea recta por los intestinos de este monstruo perfecto, hasta depositar nuestros ojos a los pies de A (Delphine Seyrig, est habillé por Chanel, en pose excelsa de diosa inalcanzable) una elegante mujer a quien B (Giorgio Albertazzi, el narrador) trata de persuadir con insistencia, de que tuvieron un affair el año pasado, en Marienbad o tal vez en Frederiksbad, o Baden-Salsa. Ella lo niega, él insiste. Así, en obsesivos giros circulares, una espiral de tomas se repiten. La lógica onírica del filme establece sus propias reglas. En colaboración Alain Resnais (que junto con ésta, Hiroshima Mon Amour (1959) y Muriel (1963), establece la trilogía del tiempo líquido, posiblemente lo más significativo de su canon) y Alain Robbe-Grillet rompen y transgreden el tiempo y el espacio: el escenario salpicado de zombis con atuendos chic y peinados de moda. Los setos de jardín que no proyectan sombras. Las emociones contrapuestas. Resnais se desentiende de cualquier hilo narrativo verosímil y juega con las palabras confeccionadas por Robbe-Grillet. Sacha Vierny les sigue el paso con tomas espectaculares, con una adoración fervorosa por la exquisita belleza de la Seyrig, que pasa de Vamp a Ingènue, Puta a Virgen, Madrastra a Cenicienta, muchas veces en una sola toma, con un solo gesto. Posiblemente el filme original más referenciado que existe no sólo en cine – véase Persona (Bergman, 1966), 2001: Odisea del Espacio (Kubrick, 1968), Picnic en Hanging Rock (Weir, 1975), El resplandor (Kubrick, 1980),El contrato del dibujante (Greenaway, 1982), Eduardo II (Jarman, 1991), Reencarnación (Glazer, 2003), Inland Empire (Lynch, 2006), Yo soy el amor (Guadagnino, 2009) y Melancolía (von Trier, 2011) como ejemplo de esto – si no también en fotografía de modas y hasta en videos de rock (bandas como Eurythmics, Shakespear's Sister y Blur le han rendido homenaje visualmente), es completamente inclasificable. El propio Resnais ha dicho que el filme es solo una aproximación a un patrón de pensamiento, abierta a todo tipo de interpretaciones.
Sunday Bloody Sunday (1971) Estrenada en Inglaterra cuando John Schlesinger era considerado uno de los directores comerciales con más éxito (había ganado un Oscar el año anterior por la formidable Midnight Cowboy, su primer filme americano), esta cinta escrita con dolor por Penelope Gilliatt, vino a ser un impactante golpe para los espectadores de la mediana burguesía que componían la media que acudía al cine “para adultos” de entonces. Con franqueza y sin adornos, nos presenta las vidas de tres personajes: Alex Greville (una gloriosa Glenda Jackson, viva, urgente), una divorciada de treinta y tantos años y Daniel Hirsh (Peter Finch, en un rol originalmente ofrecido a Alan Bates), un médico judío de alta posición. Ambos tienen varias cosas en común, pero la más notable es una relación amorosa con Bob Elkin (Murray Head), un escultor vanguardista y bisexual. Rompiendo con las barreras de la censura con una elegancia que da la vuelta a lo que en manos menos hábiles y sensibles sería un sórdido melodrama, Schlesinger muestra a sus personajes en toda su humanidad; sin subterfugios. Londres, deprimida y deprimente, sumida en una crisis económica y en la cruda de los Swinging London Years, es un personaje más que se incorpora a la mezcla. El amor de Alex y Hirsh por el diletante sexual Bob es un reflejo de las emociones y habla al espectador de sus propios sentimientos y temores. Un filme definitivo, polémico, que sirvió como parteaguas en el lenguaje cinematográfico y que deja una profunda huella no solo en otros cineastas (el más reciente, Andrew Haigh, cuya estremecedora y dulce Weekend (2011) es descendiente directa de esta cinta) sino en generaciones de espectadores.
Petulia (1968) Realizado en San Francisco, durante el Summer of Love de 1967, el primer filme estadounidense de Richard Lester (A Hard Day's Night, 1964) es de una extravagancia única: empieza in media res y simultáneamente presenta su inicio y desenlace (ecos, ciertamente, de Marienbad). Petulia Danner (Julie Christie, radiante de carisma) es la proverbial pobrecita niña rica, que durante una fiesta de gala para recaudar fondos hospitalarios, se lanza, sin pudor alguno sobre el adusto Archie Bollen (el gran George C. Scott), médico cuarentón aún desorientado por la repentina decisión de su mujer (la estupenda e infravalorada Shirley Knight, que al año siguiente estaría increíble en The Rain People de Coppola) de divorciarse. La cosa se complica porque Petulia, inglesa, excéntrica e irresistible, está recién casada con David (Richard Chamberlain) igualmente rico y ocioso, pero con una neurastenia que raya en la violencia brutal. La historia de los encuentros y desencuentros de esta pareja, se fragmenta en flashbacks y (para su época muy atrevidos) flashforwards, por lo que no hay una coherencia narrativa convencional, pero que conforman un fresco alegórico de un lugar y un tiempo muy específicos. Como director de fotografía, Nicolas Roeg, que ya había trabajado como DP para Lean, Truffaut, Schlesinger y Ronald Neame, da visos de la rúbrica estilística que imprimirá después a su obra como director (Walkabout (1971), Don't Look Now (1973), El hombre que cayó a la tierra (1976), Bad Timing (1981), etcétera) y capta la ciudad con todos sus vibrantes y psicodélicos colores. Esos y otros elementos – cameos de músicos en plena actuación, como Janis Joplin y los Grateful Dead, la simbólica presencia de monjas alegres en coches deportivos, la composición de cada escena en locación – hacen que sea un filme único, imposible de comparar y/o de clasificar.
Sleeping Beauty/La Bella Durmiente (1959) Primer amor. Es imposible hablar de cine y no admitir que todos, muy probablemente, nuestra primera experiencia como espectadores la tuvimos ante una pieza de la casa Disney. Tanto como arrogante es desdeñarlas y considerar la animación generada por dicho estudio en los 30, 40 y 50 como una “baratija menor” que desmerece ante las grandes obras interpretadas y dirigidas “en vivo” en el mismo periodo. El contacto primigenio con las emociones, se da precisamente con el cine animado; de ahí los traumas tan acendrados con el síndrome de separación materno/filial que suscitan Dumbo y Bambi, o la repugnancia ante la injusticia social en Cenicienta (que no por ser la virtual esclava doméstica de su madrastra pasivo/agresiva y sus engendros, dejaba de ser una niña bien), la angustia de perder a Reina en La Dama y el Vagabundo o de plano el horror implícito y gráfico en varias secuencias de la monstruosa Pinocho. Para este filme, que le tomó al estudio ocho años completar (y que casi los lleva a la ruina), Disney giró órdenes a un enorme equipo de animadores, encabezados por Marc Davis, Les Clark, Eric Larson y Wolfgang Reitherman, bajo la supervisión de Clyde Geronimi, de crear una “ilustración móvil”. Para esto, dio total libertad al artista gráfico Eyvind Earle, que diseñó los personajes y dibujó cada uno de los escenarios, interiores y externos, con un detalle inusitado, basándose en arte gótico de la última etapa de la Edad Media y algunos detalles del renacentismo: el resultado, en un proceso que se llamó Technirama 70 (que incluía celuloide de 70 mm) fue algo nunca antes visto y que no ha logrado repetirse (y a juicio de muchos expertos, incluso superarse). El diseño de personajes, más cercano a la realidad que nunca antes hasta la fecha – todo el proceso se hacía a mano – da frutos memorables: Maléfica, la más inquietante de las villanas del estudio: amoral y sin motivaciones, el mal absoluto, encarnado en elegancia, la propia Aurora, encarnación de la belleza ideal y el príncipe Felipe, primer héroe de acción creado por el estudio, que vino a romper el molde establecido por sus predecesores en Blanca Nieves y Cenicienta, que eran meros accesorios. La elección de llevar como banda sonora el ballet de Piotr Tchaikovsky, también es un acierto y se presta a la atmósfera que Disney buscaba. La cinta es efectivamente una joya (la restauración en Blu Ray es impresionante) técnica y artística, si bien sus temas y desarrollo, desprovistos casi totalmente de la comedia y la inocencia de cintas anteriores (en ciertos niveles, ésta versión del cuento de Perrault es básicamente una historia de terror) no la hicieron muy popular en el momento de su estreno. Reverenciada por profesionales (incluyendo a los genios de Pixar John Lasseter y Brad Bird), es posiblemente el filme de animación tradicional más innovador en su estética y narrativa, y más hermoso en su diseño, que se haya hecho nunca.
La Nuit Américaine/ La Noche Americana (1973) Pésele a quien le pese el término, la manera más adecuada de referirse a esta cinta, es como la carta de amor (así, con todas sus letras) de Truffaut, al cine, desde todos los puntos de vista: como oficial, como aprendiz, como intérprete y como espectador. El rodaje en Marsella del melodrama de mediano presupuesto “Les presento a Pamela”, sirve como el microcosmos en el que Truffaut (que escribe, dirige y actúa) muestra las vidas nada glamorosas de su equipo y elenco; así, se suceden las situaciones contrapuestas; los contratiempos de producción donde el ingenio es vital, las crisis de los actores – Jacqueline Bisset en su rol más memorable y lucidor, como una joven estrella británica, recuperándose de un colapso mental; Valentina Cortese como la diva ya madurita y dipsómana, Jean-Pierre Léaud (el alter ego favorito del director) como el joven galán, obsesionado con el sexo y Jean-Pierre Aumont como el galán otoñal con sus propias cuitas – y la trama de la cinta se van sucediendo, igual que los encuentros y desencuentros en la realidad y la ficción. Este ejercicio “meta” de Truffaut, se veria reflejado años después en El último metro (1980), en esa ocasión dedicado al mundo teatral durante la época de la ocupación Nazi. Moderna (incluso Post, en algunos aspectos), y en momentos dura mas no desprovista de cierta misericordia, ni de una fina veta de humor socarrón, amén de contar con una de las mejores partituras originales del hoy casi olvidado Georges Delerue [su climático “Chorale” es una gran pieza sinfónica, más allá de su origen], es una de las grandes obras de un director que amaba profundamente el oficio que aprendió a ejercer y de todas las películas que hacen referencia a esta área de la industria – otros ejemplos son Sunset Boulevard (Wilder, 1950), The Bad and The Beautiful (Minnelli, 1952), A Star is Born (Cukor, 1954) The Big Knife (Aldrich, 1955), Day of the Locust (Schlesinger, 1975) o The Player (Altman, 1992) – es la que más humanidad y calidez tiene; una rúbrica de su creador.
Breakfast at Tiffany's /Desayuno con diamantes (1961) La esquina de la calle 57 Este y la Quinta Avenida, a las 6 am, en un Manhattan que ya no existe, mas que en esta pelicula. Holly Golightly (Audrey, siempre Audrey) se detiene con aire melancólico, a contemplar los aparadores de Tiffany & Co. Con esta toma emblemática, Blake Edwards abre su primer filme importante y uno de los más memorables de su época. La historia de dos putos – porque eso son Holly y Paul Varjak (George Peppard): se dedican al oficio, aunque aquí sea de alto standing como “amiguitos” de los ricos – que descubren los primeros tentativos aspectos de un amor “real” (o lo más parecido a ésto, dados sus estándares), que en su adaptación hecha por George Axelrod, no se parece demasiado a la novella de Truman Capote (que de hecho hizo diversos berrinches, el principal porque quería a Marilyn Monroe como protagonista) se torna en una comedia de hilado fino, cautivó a generaciones de espectadores y se pasó la censura sutilmente por el arco del triunfo. Edwards da aquí visos de su ingenio para la dirección de actores, para establecer atmósferas algunas veces improvisadas (la escena de la reunión en casa de Holly es el plano directo para La Fiesta Inolvidable, de 1968) y para mostrar lo sórdido no sin un cariz de ternura. Que el filme se haya convertido en algo icónico, incluyendo la memorable canción de Johnny Mercer y Henry Mancini (todo mundo ha escuchado al menos una vez Moon River), tiene su mérito. Como nota personal, debo añadir que esta es la primera película que recuerdo haber visto en cine, que no fuera de animación (bendito cine Bella Época) y es por esas razones sentimentales que vive de manera permanente en mí.
The Go-Between/ El Mensajero (1971) “El pasado es otro país. Ahí se hacen las cosas de modo distinto.” Adaptada por Harold Pinter de la novela de L.P. Hartley, esta es la obra maestra de Joseph Losey, quizá aún más que El sirviente (1963) y le valió ganar la Palma de Oro en Cannes; con una suntuosa puesta en escena, reminiscente de Visconti, Losey presenta, plena de matices, una trama de inocencia perdida, amor, devoción y crueldad irresponsable, de largas consecuencias, ambientada en 1900. Julie Christie (en el apogeo de su hermosura) es Marian Maudsley, – a los 29 años, temía que ser casi una década mayor que el personaje afectara su interpretación, pero se descarta apenas aparece a cuadro – que con encanto irresistible persuade a Leo Colston (Dominic Guard), un niño de doce años, amigo e invitado de su familia, de ser quien se ocupe de llevar y traer la correspondencia secreta, que indica citas de una relación sexual clandestina que mantiene con Ted Burgess (enorme Alan Bates), un atractivo granjero vecino, de clase social inferior, pese a estar comprometida con el desfigurado – y benévolo – vizconde Hugh Trimingham (Edward Fox). Lo que sucede es por partes emocionante y desgarrador; es imposible quedar indiferente al ver lo que Leo, ya mayor (Michael Redgrave) recuerda desde la coraza de desconexión afectiva que tiene en su edad madura. Filmada en locación, con cuidado excepcional por parte de Losey en el uso de luz natural y partitura de Michel Legrand, que se incorpora como elemento dramático a la narrativa, la cinta tiene imperfecciones, pero en conjunto con sus grandes aciertos, dan un cariz de belleza que desafía al tiempo. Igual que la novela que la origina, ésta podría ser una historia chabacana de triángulos amorosos en la agónica era victoriana, pero al igual que Hartley hace su relato trascendente, el conjunto de Losey, Pinter, Christie, Bates y Guard, con colaboración extraordinaria del cinefotógrafo Gerry Fisher y Margaret Leighton (una actriz de carácter que no cosechó celebridad, pero sí espléndido trabajo) como la madre de Marian, consiguen que sea una experiencia emocional para el espectador (especialmente aquél que la descubre por primera vez) y el efecto al cierre, es demoledor y catártico.
Les Parapluies de Cherbourg/Los Paraguas de Cherburgo (1964) El universo fílmico del desaparecido Jacques Demy es muy distinto a las obras que en su momento eran sus contemporáneas. Mientras que la nouvelle vague buscaba romper moldes y encontrar un nuevo lenguaje, Demy recurría a la nostalgia para su propia universo particular; así creó Lola (1960), la historia de una cantante de cabaret (Anouk Aimée) que le rompe el alma a un enamorado, y da un sesgo a la historia en esta cinta, que es, hasta la fecha, el único filme (ni West Side Story lo hace) donde todos los diálogos son cantados – a la manera de una opereta, compuesta por Michel Legrand –. En el puerto de Cherburgo, Guy Fouché, un mecánico automotriz (Nino Castelnuovo) se enamora de la hermosa adolescente Geneviève Emery (Catherine Deneuve, exquisita en su primer papel importante), cuya madre posee una tienda de paraguas. El romance entre ambos es tierno y deslumbrante – como el esquema de color – pero siendo un filme de Demy, no todo es lo que parece y bajo la música y el baile, hay una vertiente de amargura y el duro golpe de la realidad, toda vez que Guy es reclutado para ir a la guerra de Argelia y el “verdadero amor” se va al diablo al entrar en juego intereses económicos, el tedio, la distancia y el desengaño. Demy da golpes duros con guantes primorosos, y la película se queda grabada en la memoria para siempre. Deneuve – aunque no es ella quien canta, su voz fue doblada por la soprano Danielle Licari – es una presencia luminosa, pero su personaje, bajo su aspecto dulce, es un primer atisbo a lo que la llevaría a ser el monstruo más bello del mundo – título que obtendría con sus apariciones en Repulsión, Belle de Jour y El Ansia – . Por varias décadas el filme estuvo deteriorándose, y fue gracias la intervención del ministerio de cultura francés y de Agnès Varda, la viuda de Demy, que pudo hacerse una restauración exhaustiva y cuadro por cuadro, que devolvió a cada toma el insólito esplendor y colorido que Demy había imaginado. Bello y triste, es un musical que permanece vibrante en la memoria, aún si prescinde del happy ending que en el género solía ser, hasta entonces, de rigor.
La Notte/ La Noche (1961) Al pasar a la historia la escuela del neorrealismo italiano de Rossellini y De Sica a mediados de los 50, surgieron cineastas que buscaban nuevas maneras de expresarse y de explorar el medio; mientras Fellini exploraba las luces rutilantes y las contrastantes extravagancias de la vida, Pasolini suscitaba el shock de la sociedad y Visconti arrancaba la piel a la burguesía para exhibir su nervio, Antonioni se volcó a encontrar las formas que tenemos de mentirnos a nosotros mismos, de no comunicarnos aún en la misma cama. Ese fue su tema principal en La Notte, donde un matrimonio convencional – Marcello y Jeanne Moreau, suprema en belleza y sutil interpretación- poco a poco se va desintegrando moral y psicológicamente en el transcurso de veinticuatro horas: cada escena rompe el corazón, lo hace girones; y lo hace sin estridencias ni melodrama. La cámara sigue a Lidia (Moreau), la esposa del escritor y perodista Giovanni Pontano, por las calles de Milán, mientras trata de recuperar el sentido de su matrimonio, recordar por qué está casada con ese hombre. Posteriormente, acuden a una sofisticada fiesta de sociedad; ambos coquetean con la idea del adulterio, pero el desenlace es tan ambiguo como contundente. Esto lo hace Antonioni valiéndose de muy escasos diálogos, pero los que hay se manifiestan brillantes; se clavan como espinas cuando es necesario. No ofrece explicaciones ni las busca. Y esto, si bien (como en el caso de Bergman) no le valió ser popular ante el grueso de los espectadores, le pudo hablar a algunos más claramente que otras cintas de su época.