He decidido reproducir aquí en su totalidad un elocuente artículo de endi dedicado a los que quieren a todo cojón tirar la primera piedra a adúlteras ya agredidas.
El evangelio del odio
Por Benjamín Torres Gotay / btorres@elnuevodia.com
Miren qué cosa más curiosa, que se han soltado de nuevo los evangelistas del odio cuando casi estábamos a punto de olvidarlos y, al atravesar todas las tempestades que nos han ocurrido durante los últimos años, íbamos bandeándonos como podíamos sin haberlos necesitado ni una vez.
El País, como sabemos y sufrimos, lleva años viviendo una crisis de proporciones históricas, con cifras récord de asesinatos, quiebras, desempleo, corrupción y cuanta otra plaga pueda ensañarse con un pueblo. Los evangelistas del odio habían estado, mientras tanto, quietecitos en sus templos, sin mover un dedo, ocupaditos en sus rezos, sus negocios, sus diezmos y su capital.
Pero, cuando al Tribunal Supremo -instigado por varios partidarios de las doctrinas cavernícolas que propagan los evangelistas del odio- le dio con sentenciar básicamente que a una mujer adúltera se le puede golpear, los sacó de la cueva y ahí los tenemos otra vez, haciendo que muchos se cuestionen para qué, de verdad, sirve la religión.
El gobernador, Luis Fortuño, y la presidenta de la Cámara de Representantes, Jennifer González, entre otros, se dieron cuenta de los graves peligros que entraña la sentencia del Supremo y se pusieron a trabajar de inmediato para corregirlo. Lo más seguro es que lo hubiesen logrado sin contratiempos si no fuera porque los evangelistas del odio se enfundaron sus trajes de diseñador, se subieron a sus vehículos europeos y salieron de las catacumbas a torpedear el proceso y, en el camino, poner en peligro de muerte a mucha gente.
Se metieron al Capitolio con su fardo de prejuicios, desprecios y miedos a cuestas, lograron doblar las rodillas de unos cuantos legisladores sin demasiado en la cabeza y en este momento no es posible asegurar que la Ley 54 podrá ser enmendada para que quede absolutamente claro el propósito que tuvieron las visionarias y visionarios que la crearon: proteger de la violencia de su pareja a cualquiera que esté o haya estado en una relación sentimental, sea del tipo que sea.
En el camino, los evangelistas del odio, como seguramente se lo propusieron, sacudieron los más atávicos prejuicios y las más primitivas ideas, y así vemos legisladores que en el fondo nunca han necesitado mucho para mostrar su estirpe, desempolvando ideas del medioevo, como el prócer Nuno López, quien cree, él sabrá por qué, que ampliar la protección de la Ley 54 a las relaciones adúlteras “es discriminatorio contra el hombre”; o un tal Narden Jaime diciendo que esto sería “darle licencia sin sueldo a la mujer para que haga de todo”.
A los evangelistas del odio no les importa el terrible mensaje que todo esto manda a una sociedad que ya tiene carnet privilegiado de violenta e hipócrita: que agredir a una persona en una relación adúltera es menos grave que hacerlo con quien no lo está o, en definitiva, que quienes, por las razones que sea, se involucran en un romance de esa naturaleza valen menos que todos los demás.
Lo único que les importa a los evangelistas del odio es marcar territorio, diferenciar su marca, mostrar el mollero, establecer castas y agitar prejuicios, con el propósito de hacer que sus templos se llenen de miedosos y de sus diezmos.
Qué distintos, como vemos, de los verdaderos evangelistas, los que predican el amor, el perdón, la misericordia y la inclusión, de los que se fajan día y noche en las comunidades con los menesterosos, de los que creen que cada ser humano es una criatura de Dios, valiosa, única e irrepetible, independientemente de sus carencias.
Qué mucho se parecen los verdaderos evangelistas a aquel que dijo a una adúltera “yo no te condeno, vete y en adelante no peques más”. Qué mucho, en cambio, se parecen los evangelistas del odio a los fariseos que le llevaron esa mujer al que no poseía más de lo que llevaba puesto y no merecieron siquiera su mirada, pues, según se cuenta, se puso a escribir con el dedo en la tierra despreocupadamente cuando intentaron perturbarlo con este asunto.Soy terrícola, secularista y humanista.