Las enormes hembras de aceitero llevan el abdomen repleto de miles de huevos, y deambulan a ras de tierra poniendo aquí y allá lotes de algunos centenares. De cada huevo nace una minúscula larva, pegajosa y de fuertes uñas triples, la larva triungulinum. Estas larvillas trepan por la hierba, se suben a una flor y allí se quedan quietas. En cuanto llega a la flor una abeja, las larvas rápidamente trepan a su cuerpo, agarrándosele al pelo con las uñas. Así, bien sujetas, viajan con la abeja hacia su nido. Allí, en la oscuridad, cuando la abeja esté poniendo un huevo, entonces y solamente entonces, una sola larva se bajará de ella. Quedará subida al huevo, que flota como una balsa en un mar de miel, ese líquido viscoso en el que la larva moriría pegada con sólo rozarlo. La abeja no repara en el tripulante del huevo, y sella la celda. Entonces la larva de aceitero se come el interior del huevo flotante, y dentro de la delgada cáscara se transforma en otra larva semejante a un gusano, que sí puede tomar miel y que crece y crece hasta llenar la celda.
No conozco ningún ciclo vital que me parezca más extraño que el del aceitero: viajero, parasitoide de huevos y posterior comedor de miel. Y sin embargo no es nada excepcional dentro de los escarabajos de su familia, los Meloidos. Uno de ellos, el Sitaris, llevó a Fabre a descubrir la hipermetamorfosis, ese desarrollo que implica larvas de más de una forma distinta, como ejemplifica el propio aceitero o la mantispa, en otro orden de insectos. ¿Cómo habrá surgido el insólito ciclo vital de los Meloidos? Hay indicios de que el transporte a lomos de abeja (foresia) podría haber evolucionado varias veces independientemente dentro de esta familia de insectos. Si sucedió así, entonces la evolución no solo genera seres increíbles, sino que parece complacerse en ir más allá de nuestra imaginación una y otra vez.
La vida de un Meloido parasitoide de abejas la cuenta mucho más detalladamente Fabre en sus Souvenirs Entomologiques.