Dicho esto, quiero hablar de la autopublicación o autoedición, el proceso por el que cualquiera puede cumplir su sueño de escribir un libro y hacerlo llegar a los demás. Los que frecuentamos la blogosfera nos hemos encontrado con muchos de estos autores que, con mayor o menor acierto, nos piden que leamos su novela y les ayudemos a difundirla. Ante esto, se pueden adoptar dos posturas: una consiste en «compadecerse» en cierto modo de su situación y perdonar los errores del texto porque no han pasado por un proceso editorial, mientras que la otra los trata como a iguales o los rechaza para no tener que lidiar con los inconvenientes que sabe que encontrará.
Y es que las obras autopublicadas tienen una gran desventaja, más allá de la consabida falta de difusión: no pasan por un corrector ni reciben las críticas constructivas de un editor. No hay que tomarse estos pasos a la ligera ni considerarlos una ofensa: tú puedes tener mucha fe en tu creación, pero cuatro ojos ven más que dos y la opinión de un experto seguro que conseguirá mejorar el resultado. Lo mismo ocurre con la corrección: tal vez no haces faltas graves, pero necesitas una revisión del estilo, la tipografía, etc., ¡incluso los autores consagrados la requieren! Sin embargo, ¿qué vemos en muchos de los escritores que optan por esta vía? El deseo de llegar a los lectores cuanto antes, de la manera que sea. Me pregunto si pusieron el mismo empeño en pulir su novela que en contactar con los blogueros para pedir favores (no, claro que no).
Aquí no vale la excusa de que sin editorial no se puede perfeccionar un libro: existe la posibilidad de contactar con lectores y correctores autónomos. No es lo mismo que hacerlo a través de una editorial, claro, pero es mejor que nada. El problema viene con las prisas, las ansias por convertirse en el nuevo Ken Follet y ver el libro en las listas de más vendidos. Por una parte lo entiendo (a todos nos gusta que nuestro trabajo se vea reconocido); no obstante, siempre he pensado que las cosas se consiguen con esfuerzo, constancia y espíritu de superación. Y en esto, señores, las editoriales que autopublican hacen un flaco favor a la literatura. Sus promesas me recuerdan a las del típico producto quema-grasas (teoría muy bonita, pero si funcionaran no habría tanta gente con problemas de sobrepeso).
Hago un pequeño inciso para decir unas cuantas obviedades: sí, hay libros autopublicados muy buenos; sí, probablemente las editoriales dan pocas oportunidades a autores españoles noveles; sí, cuesta mucho abrirse camino en este mundo (¡¿y en cuál no?!); sí, ha habido casos sonados de obras maestras que primero fueron rechazadas; sí, las editoriales convencionales a veces publican libros mucho peores que los autoeditados. Ahora bien, seamos francos: ¿es esto la tendencia general?
A menudo tengo la sensación de que se da un mérito excesivo a las personas que han escrito un libro (y me remito a comentarios que he recibido en reseñas negativas, del tipo «no tendrías que criticarlo, al menos Fulanito ha sido capaz de escribir un libro, ¿acaso tú lo has hecho?»). Por esa regla, cuando nos atienden mal en una tienda deberíamos pensar «pobre dependiente/a, debe de ser muy duro estar tantas horas de pie». Hoy en día, con la alfabetización más que consolidada en nuestro país e Internet al alcance de todos, escribir una novela carece del prestigio de antaño. Lo que se merece elogios es escribirla bien.
La autopublicación me parece lo que se conoce como caramelo envenenado: ayuda a una persona a ver su libro en una bonita encuadernación y a veces hasta facilita su circulación en algunas librerías; sin embargo, no prepara al escritor para recibir críticas. Un autor que ha tenido que hacer cien correcciones a su manuscrito por orden del editor asumirá mejor la opinión de los lectores que uno que saca al mercado el texto que acaba de escribir en Word. Yo no creo que nosotros tengamos que dar un trato de favor a estos escritores: si pagamos por un producto, estamos en nuestro derecho de exigir que este tenga calidad.
Aun así, me temo que lo peor está por venir. Cuando se expanda el uso del lector digital será más fácil leer a autores autopublicados e imperará el «yo me lo guiso, yo me lo como», estoy segura. Si a eso le añadimos el auge del lenguaje SMS y el desinterés de muchos jóvenes por escribir bien, el oficio del corrector se perderá. Así es como cualquiera tiene al alcance de su mano el convertirse en escritor, aunque yo prefiero decir que cualquiera puede escribir y publicar (¿o acaso pintar una habitación ya nos convierte en pintores?).
No quiero sonar desesperanzadora. Ante todo, tengo fe en nosotros, los lectores, tengo fe en que nunca encumbraremos una obra que no lo merezca, tanto si la publica un gran grupo editorial como si se trata de una novela autoeditada. Tenemos algo muy valioso para luchar: nuestras palabras.