(Juan Jesús de Cozar).- Gabriel Axel, autor también del guión adaptado, toma como base el relato homónimo de Isak Dinesen (Karen Von Blixen, más conocida por su novela Memorias de África), para ofrecernos una película sabia y medida, desamueblada de artificio. Deudora de Dreyer y de los grandes cineastas nórdicos, fue premiada en Cannes y ganó el Oscar en 1988 al mejor film en lengua no inglesa.
Si Dinesen afiló su pluma para contarnos de forma aparentemente suave una historia de gran calado, no lo hizo menos el director danés con su cámara como si de un pequeño bisturí se tratara. En la mejor tradición del cine nórdico, con una puesta en escena llena de naturalidad, sin alardes ni encuadres que distraigan, Axel escudriña con su objetivo las almas de los protagonistas.
La acción se sitúa hacia 1885 en Berlevaag, una remota aldea de Noruega, donde todo parece de color gris. Allí viven dos hermanas –Filippa y Martine‑ hijas de un pastor luterano y “lejos ya de la primera juventud”. Desde el fallecimiento de su padre se dedican a perpetuar el mensaje de éste y a ayudar a los demás habitantes de Berlevag, pero su rígida educación puritana les hace vivir a la defensiva, procurando no contaminarse de un mundo hostil que las puede separar de Dios. Catorce años antes acogieron en su casa a Babette, una cocinera francesa huída de un París convulso. Con ayuda de la voz en off y de unos sobrios y eficaces flash backs, conoceremos las historias de estas tres mujeres.
El clímax de la película lo constituye la suculenta cena que prepara Babette, y que ella misma insiste en costear, para celebrar el centenario del pastor. A la reunión acudirán los lugareños –cuyas relaciones se han agriado con el paso de los años‑ y un maduro general al que acompaña su anciana tía. Fieles a su creencia, los primeros han prometido blindar su paladar para no disfrutar del lujo de unos manjares que se les antojan pecaminosos. Pero Babette, que es católica, no sólo ha puesto en la cena su inmenso talento, sino que ha regado todos los ingredientes con el maravilloso vino del amor. Y entonces los colores resucitan, y se produce el milagro de la liberación de sus almas y de sus cuerpos, incapaces de comprender hasta entonces que ni la belleza ni el gozo de las cosas buenas son obstáculos para llegar a Dios y darse a los demás.
Ni en el texto original de Dinesen (se puede encontrar en su obra Anécdotas del destino, de Alfaguara) ni en la película hay sensiblería, aunque sí emoción contenida. Axel lo consigue en buena parte con la austera interpretación de Stephane Audran, que dota a Babette ‑alma de artista‑ de un protagonismo que va más allá de la mera presencia física.
Película reposada, sencilla y profunda a la vez, homenaje espléndido a la belleza, a la creación artística y a la genuina espiritualidad.