Va.
Johnny Hates Jazz (con ese nombre), Simply Red, Curiosity killed the Cat, Swing out sister, Black, Climie Fisher, Tanita Tikaram, Double (uf), Halo James, Bronski Beat, The Communards.
Puf.
Pero vino 1989 y nos salvó a todos. Se instauró una dictadura del sintetizador, lo cual tiene un mal nombre, pero a mí me pareció de fábula. Sí: quería ese sonido, que parece frágil pero no se detiene, yo lo quería en todos lados. Qué queréis: me saturaba tanto la porquería heavy-metal que pensaba, equivocadamente, que la sensibilidad había caído toda sobre el mismo lado de la balanza. En cualquier caso en 2001 nunca pensaba, en medio de toneladas de discos plagados de beats por minuto, que me enamorara perdidamente de un disco en el que costaba distinguir apenas un ritmo.
Goldfrapp dispusieron de total libertad: la cuestión de grabar en Mute, donde los royalties de Depeche Mode (y en otra época, de Erasure) garantizaban cuantiosas sumas destinadas a que otros artistas dispusieran de presupuestos para sus desvaríos. Así que si decidían que tenían que usar estructuras de vals.
O música de circo.
Pues lo hacían, y listo, o si debían optar por instrumentaciones espartanas, por violines en pizzicato y minimalismo gélido y sonoro, pues también.
Voces de ópera, tonalidades cercanas al blues o al soul, distorsión pura y dura en la voz hasta convertirla en una experiencia estremecedora. Daba igual.
Claro que Goldfrapp no repitieron un disco así: para qué, conscientes de que cuando uno alcanza una cúspide de una manera, deberá intentarlo por la otra cara. Los líquenes en las piedras mostraron las pistas. Las de baile, de Supernature, o el electroclash de Black Cherry. No les hubiera hecho falta seguir, claro, pero lo hicieron, para demostrar, como dice Bolaño, que son personas y no dioses. Pero ahí quedó eso. Hasta hoy, inigualado.