Este es más o menos el planteamiento de inicio de la novela de Clarke. Los extraterrestres llegan en enormes naves y someten a los gobiernos mediante el uso de su poder blando, es decir haciendo ver que cuentan con una poderosa tecnología, milenios más avanzada que la nuestra, pero usando de medios más suaves para imponernos su utopía. Hay episodios excepcionales, por supuesto, como aquel que transcurre en la plaza de Las Ventas, en Madrid. Karellen, el líder de los llamados superseñores, decreta el fin del maltrato a los animales. Los amantes de la fiesta nacional hacen caso omiso y se reúnen, como es habitual, para celebrar una corrida. El toro recibe su primer puyazo y, de pronto, los espectadores sienten el mismo dolor. Desde ese preciso instante, acaba el sangriento espectáculo.
Las fronteras entre países van desapareciendo y poco a poco el nivel de vida de los habitantes de la Tierra se eleva, hasta que se llega a una especie de edad de oro, en la que prácticamente se han extirpado la pobreza y la violencia. Hasta las religiones tradicionales, que han opuesto la mayor resistencia a los cambios, dejan de tener sentido, rindiéndose a la evidencia científica. Karellen lo expresa de esta manera, refiriéndose a quienes se oponen a los superseñores:
"Usted sabe por qué Wainwright y los hombres como él me tienen miedo, ¿no es así? —preguntó Karellen. Hablaba ahora con una voz apagada, como un órgano que deja caer sus notas desde la alta nave de una catedral—. Hay seres como él en todas las religiones del universo. Saben muy bien que nosotros representamos la razón y la ciencia, y por más que crean en sus doctrinas, temen que echemos abajo sus dioses. No necesariamente mediante un acto de violencia, sino de un modo más sutil. La ciencia puede terminar con la religión no sólo destruyendo sus altares, sino también ignorándolas. Nadie ha demostrado, me parece, la no existencia de Zeus o de Thor, y sin embargo tienen pocos seguidores ahora. Los Wainwrights temen, también, que nosotros conozcamos el verdadero origen de sus religiones. ¿Cuánto tiempo, se preguntan, llevan observando a la humanidad? ¿Habremos visto a Mahoma en el momento en que iniciaba su hégira o a Moisés cuando entregaba las tablas de la ley a los judíos? ¿No conoceremos la falsedad de las historias en que ellos creen?"
Al tiempo que el bienestar se generaliza, se produce un general desinterés por la producción de obras artísticas, quizá porque las mejores suelen ser más hijas de la desgracia que de la abundancia. De pronto "la holganza no era algo pecaminoso y la pereza no era signo de degenaración". Solo algunos seres humanos, románticos e inconformistas, se oponen al gobierno de los extranjeros, aunque su rebeldía tiene más que ver con la creación de una comuna propia, donde se desarrolle una auténtica cultura humana, que con una oposición violenta a los superseñores.
En cualquier caso, existe un hecho que inquieta a la mayoría de los seres humanos: los superseñores jamás se han mostrado en público y rehusan hacerlo, al menos hasta que hayan transcurrido un par de generaciones humanas bajo su gobierno. ¿Qué secretos esconden los extraterrestres? ¿cuáles son sus verdaderas intenciones? ¿qué significado tiene ese extraño altruismo, a la vez autoritario y desinteresado?
Si bien El fin de la infancia no es una novela dotada de grandes alardes literarios, su fuerza reside en la inmensa imaginación y coherencia filosófica de la que la dotó Clarke. Como no podía ser de otra manera, la narración cuenta con giros sorprendentes, en los que se está jugando el destino de la humanidad. Se trata de una obra muy reflexiva, con bastantes puntos en común con 2001, una odisea del espacio, aunque las intenciones del autor sean muy distintas en una y otra. Lo mejor es disfrutar y dejarse llevar por esta fábula moderna, plena del sentido de la maravilla que caracteriza a la mejor ciencia ficción.