Tan enorme ha sido la renuncia que los anhelos de nuestros padres y abuelos, y los de toda una generación que había confiado en que el progreso y el bienestar estaban asegurados con la democracia y la libertad que disfrutamos en esta parte del mundo, parecen haberse hecho añicos. Ni las personas que pueblan Europa son tan solidarias como presumen, ni los países son tan abiertos y tolerantes como pretenden, ni ese proyecto, más económico que político, de unos Estados Unidos de Europea sirve para cumplir con sus propias razones fundacionales. Y es que el viejo sueño de una Europa unida –entidad supranacional con cerebro, brazos y voz propios-, que se relaciona con las demás potencias mundiales en pie de igualdad, en tanto poder económico, financiero, industrial, cultural y social, comienza a resquebrajarse. El Brexit ha dinamitado la entelequia y ha señalado el fin de nuestras utopías.
Dejamos, bajando los brazos y cerrando los ojos, que los que huyen se ahoguen en nuestras playas –la culpa será entonces del mar- o los desterramos a un tercer país que no se caracteriza precisamente por su democracia y el respeto a los Derechos Humanos (Turquía), al que pagamos sus servicios de manera generosa, antes que prestar socorro y poner en marcha nuestras propias leyes de asilo. Acogemos, poniendo toda clase de trabas, a un número ínfimo de afortunados, escogidos para lavar nuestra conciencia y disimular la hipocresía cínica de nuestra actitud. Es así como la mayor crisis humanitaria de las últimas décadas, con esa presión migratoria que golpea nuestras puertas para huir de la miseria, el hambre y las guerras, nos ha hecho renunciar de aquellas utopías que pensábamos estaban al alcance de la mano y nos hacían mejores.
La crisis existencial de Europa, desde Grecia al Reino Unido, ha estallado ante nuestras narices a causa de esos egoísmos y avaricias que no hemos podido extirpar de nuestras personas, nuestros países ni de un continente que soñaba con ser más fuerte, más justo y más próspero que sus estados miembros, pero que, al final, ha demostrado ser el lugar donde cada cual defiende sus particulares intereses y saca provecho de su relación con los demás. Hemos demostrado que nos comportamos de igual manera, movidos por los prejuicios, seamos individuos, países o Europa Unida. En cada uno de esos ámbitos actuamos con intolerancia hacia los desfavorecidos, a quienes rechazamos y tratamos de aislar en guetos, en nuestras ciudades, nuestros países o en esta Europa que los envía a Turquía para que se mueran de asco y aburrimiento o retornen a sus países de origen.
Del Grexit al Brexit sólo se deduce cinismo, avaricia, intolerancia e hipocresía, no buen gobierno, solidaridad y el bien común. De las amenazas a las lamentaciones sólo emerge la Europa de los mercaderes, la que obliga a incluir en las constituciones de los países débiles la prioridad del pago de las deudas a la provisión de servicios sociales a sus nacionales. La que expulsa a los inmigrantes pero abre las puertas a los capitales aún manchados de sangre. La que, como nosotros, no quiere “moros” habitando en nuestros barrios, pero bendice la llegada de jeques a las urbanizaciones más selectas y a los casinos más exclusivos. No quiere personas, quiere dinero.