‘El fin del Homo sovieticus’

Publicado el 30 marzo 2016 por Joaquín Armada @Hipoenlacuerda

El imperio murió el día de Navidad. Millones de personas se despertaron soviéticas el 25 de diciembre de 1991 y se acostaron rusas, ucranianas, tayikas, bielorrusas… El mundo al que entregaron sus vidas había desaparecido. Este país no es el mío, ¿sabe?”, cuenta Anna Maya a Svetlana Aleksiévich, incapaz, como millones, de resistir la metamorfosis brutal al capitalismo. Solo con su grabadora e, intuyo, con una mirada que ayuda a una confesión deseada, la última premio Nobel de Literatura conversa con ella y con decenas de náufragos en ‘El fin del Homo sovieticus’, un libro tan original como único. “Hoy en día todo el mundo quiere hablar pero no encuentra a nadie que lo escuche”, confiesa un expiloto de combate en Afganistán, ‘reinventado’ en vendedor de inodoros.

Aleksiévich busca a los supervivientes del imperio mientras en las calles las medallas y los uniformes soviéticos se venden en mercadillos para turistas y se achatarran las estatuas de Lenin. Su libro comienza con un montaje magistral de voces. Si fuera un documental televisivo, veríamos a mujeres prematuramente envejecidas, a ancianos que aún tienen en sus ojos la fe del creyente y a otros cuyas cataratas son tan físicas como espirituales. Todos, incluso los pequeños verdugos, son víctimas: víctimas del mundo que tanto añoran y del tsunami que barrió sus ideales, su presente, su memoria. Todos, la mayoría mujeres, la mayoría lectores infatigables, hablan con una elocuencia admirable y, a veces entre lágrimas o pausas de silencio, dejan frases de increíble belleza.

¿Cuántas veces mencionan a Stalin? No lo sé, porque – carencia importante – no hay índice onomástico. Pero muchas más que a un Gorbachov al que muchos quisieron y ahora casi todos desprecian, odian o compadecen. Ya sabía cómo arreglármelas sin mamá pero no cómo vivir sin Stalin, confiesa Anna Maya, que internada en un orfanato desconocía qué significaban ‘caramelo’ o ‘papá’. ‘¡Te lo juro por Stalin!’, repetían los niños de aquellos ‘años carnívoros’ del socialismo, mientras sus padres morían en un Gulag que devoró a millones de personas, denunciados por amigos, vecinos, hijos… “Cuando pasa cierto tiempo – confiesa Olga Karímova -, el dolor se convierte en una suerte de conocimiento”. Hay mucho sufrimiento, dolor y miedo en este libro prodigioso que es imposible dejar de leer. Svetlana Aleksiévich logra con su polifonía de voces lo que uno de sus personajes cree imposible: que los que no fuimos soviéticos comprendamos a los hombres y mujeres que lo fueron.

CUADERNO DE ROBOS (XXI)

Esto es demasiado para mí. Yo soy una más de los muchos que consideramos que esto es demasiado. Todo el mundo se ha apeado del tren que nos conducía a toda prisa hacia el socialismo para subirse al tren que los lleve al capitalismo a velocidad de bólido. Yo he llegado tarde a ese segundo tren… Todos se ríen de los ‘sovok’. Dicen que no éramos más que ganado, gente hortera. Se mofan de mí. Los rojos se han convertido en monstruos y los blancos en honorables caballeros medievales. Me opongo a ello. Mi corazón y mi cerebro no pueden aceptarlo. No lo asimilo a nivel fisiológico. No puedo con ello. Me felicité por la aparición de Gorbachov, aunque no le ahorré críticas… Ahora sé, no lo supe entonces, que fue, como todos nosotros, un soñador. Un hombre que creía en las utopías… Creo que es una buena manera de decirlo. Ya Yeltsin fue otra cosa. Y para ésa yo no estaba preparada… Como tampoco para las reformas de Gaidar. El dinero perdió todo su valor en un solo día. El dinero y toda nuestra vida pasada… Todo se depreció de golpe. En lugar de hablarnos de un futuro brillante, nos decían: “Enriqueceos, adorad el dinero… ¡Postraos ante ese monstruo!” Pero nadie estaba preparado para eso. Aquí nadie soñaba con el capitalismo. Al menos yo seguro que no…

A mí me gustaba el socialismo. El socialismo de los años de Brézhnev, que viví. Un socialismo ‘vegetariano’, como se lo solía llamar. Yo no viví en carne propia el socialismo ‘caníbal’ (…) Adoraba a Maiakovski. Los poemas y las canciones patrióticas. ¡Entonces significaban mucho para nosotros! ¡Eran tan importantes! Nadie podrá convencerme jamás de que la vida nos ha sido dada solo para comer platos suculentos y dormir. Ni me convencerán de que un héroe es aquel que compró una cosa en un lugar y la vendió después más cara en otro para ganarse tres kopeks. Eso es lo que tratan de meternos en la cabeza ahora… Entonces, habrá que convenir que todos los que dieron sus vidas por los demás, los que ofrecieron sus vidas a un gran ideal, fueron unos pobres idiotas. ¡No y no! Ayer mismo estaba esperando en la cola de la caja y vi a la anciana que me precedía sacar unas moneditas para pagar lo que llevaba: cien gramos del embutido más barato de todos, el que se daba a los perros, y dos huevos. ¡Un mujer que trabajó como maestra toda su vida! A mí eso no me entra en la cabeza…

A mí no me acaba de convencer esta nueva vida que nos ha tocado. Nunca podré sentirme a gusto en solitario.  A solas. Pero esta vida no para de arrastrarme al barro. Busca ponerme a ras del suelo. Mis hijos ya tendrán que vivir según estas nuevas leyes. Ya no necesitan de mí, les doy risa. Toda mi vida da risa… Hace poco estaba rebuscando entre unos papeles viejos y tropecé con el dietario que llevaba siendo una adolescente: mi primer amor, mi primer beso y páginas enteras dedicadas a contar cuánto amaba a Stalin y lo dispuesta que estaba a morir con tal de verlo siquiera unos instantes. Las anotaciones de una joven delirante… Quise echarlo a la basura, pero no pude. Lo escondí. Temo que pueda caer en manos de alguien. Se reirían de mí, se mofarían de mi ingenuidad. No se lo enseñaré a nadie… (Calla) Recuerdo muchas cosas que el sentido común no podría explicar. ¡Soy un bicho raro, sí! Sería un plato de buen gusto para cualquier psiquiatra… ¿No le parece? Usted ha tenido mucha suerte dando conmigo (Se ríe y llora a la vez)”.

Margarita Pogrebítskaia. Médico, 57 años

‘El fin del Homo sovieticus’Svetlana Aleksiévich. Acantilado, 2015. 656 páginas, 25 euros.