La pereza o la desidia causada por el aburrimiento que en mayores dosis parece emanar de las pantallas de cine no es excusa, efectivamente, para dejar en el tintero la protesta íntima que remueve el ánimo del cinéfilo veterano que las ha visto de casi todos los colores y que en este siglo que vivimos asiste a una especie de declive de un arte que brilló con luz propia y que ahora se inclina quizás demasiado por las balanzas comerciales y los calzoncillos coloreados.
No creo en las coincidencias pero, como las meigas, haberlas, haylas: el ínclito Bradley Cooper fue avistado en 2011 por el titular de este bloc de notas y la primera sensación ya no fue muy positiva que digamos, pese a comparecer en el mismo engendro quien años ha fuera un buen actor.
La siguiente ocasión de ver a Bradley coincidió con la entrega de los premios Oscar y a pesar de estar acompañado de la que fue para mí una revelación como estupenda actriz (Jennifer Lawrence) en una comedia intrascendente, ya empezó a darme malas vibraciones en la casi certeza que el mozo tiene más propaganda que talento.
Dice el refrán que a la tercera va la vencida y desde luego no es por ello que al año siguiente y de nuevo coincidiendo con la fecha de entrega de los Oscar, mira por donde se me pone delante una vez más el pesado de Bradley, acompañado, eso sí, de dos buenas actrices y dos esforzados comparsas, en lo que fue una verdadera estafa americana basada en un guión que clamaba a los cuatro vientos las diferencias entre un talento como el de David Mamet y el embarullo mental de David O. Russell, mira por donde, también guionista de la anterior. Ni siquiera la soberbia interpretación de la Lawrence justifica una revisión, hecha una vez más, en v.o.s.e., evidenciando los límites de Cooper.
Hete aquí que leyendo artículos en la prensa sobre cine -cada día más sujetos a los designios mercantilistas de las distribuidoras y exhibidoras- llegan noticias que el taimado Bradley Cooper, mucho antes de alcanzar la categoría de estrella popular de su país, se había prometido a sí mismo que un día trabajaría junto a Robert de Niro y, también, que un día trabajaría conjuntamente con su admirado Clint Eastwood, al que seguía desde su infancia.
Cabe suponer que el devenir de la carrera cinematográfica de Clint Eastwood le dio a entender a Cooper que el momento propicio había llegado y con indudable buen olfato comercial aprovechó el tirón popular del llamado héroe americano, Chris Kyle, que falleció en 2013 cumpliendo a rajatabla una cita bíblica (San Mateo, 26:52) cuando había alcanzado gran popularidad después de haber vendido con gran éxito su autobiografía, American Sniper, en la que se vanagloriaba de ser el orgulloso poseedor de un récord: la muerte de 255 personas gracias a su buena puntería con un rifle de muy largo alcance. Sólo 168, según algún registro oficial.
Dando por bueno y sabido que este comentarista que firma al pie es incapaz de distinguir entre quien como trabajo tiene matar con total impunidad - o casi- y un asesino profesional, entrar en excusas que han podido leerse en la prensa este mismo año loando y glorificando tal desempeño para rebatirlas con ánimo crítico quizá sea tarea más propia de otras bitácoras: baste, pues, entender que me parece un ajuste mínimo que, según normas internacionales, los francotiradores en ningún caso serán considerados como prisioneros de guerra.
La guerra, todos lo sabemos, es algo terrible y malvado que sufren usualmente los pobres más que los ricos. En esa contienda, la única postura justificable sería la de quien se defiende de una agresión.
Me parece una aberración ética la formulación realizada por Eastwood, sobre cuya ideología habría que hablar muy largamente: el apunte de Gran Torino quedaría entre una inflexión y un anticipo de sinceridad.
Lo peor de todo, no obstante, es que la película es mala; aburre; no aporta nada nuevo.
Y sosteniéndose el biopic (que ya se sabe que no suelen gustarme, salvo excepciones) en el trabajo interpretativo de Brandon Cooper, que es inexistente como de costumbre, provisto de un guión ideológicamente insostenible que además carece de profundidad, interés y fuerza de algún personaje que pueda provocar la empatía o por lo menos la simpatía, la trama, por denominarla de algún modo, se reduce a la presentación de diferentes asesinatos que el protagonista comete a sangre fría, convencido como estaba, por sus evidentes escasas luces, que era el salvador de vidas humanas, como si los que iba aniquilando a kilómetro y medio fuesen especímenes alienígenas, como si esos desgraciados iraquíes no estuviesen intentando sacarse de encima a un ejército invasor.
El viejo Eastwood demuestra que la inexorable senectud ha hecho mella en sus facultades y ha quedado en un mero funcionario que organiza el cotarro pero que no sabe transmitir una idea de forma cinematográfica, ni siquiera justificando lo injustificable, ya en su anterior película se percibía muy claramente que el transcurso de los años pesa en Eastwood restándole imaginación, adocenando su trabajo hasta situarse a un nivel acomodaticio, viviendo, como quien dice, de la fama conquistada años ha.
La película al parecer ha tenido muy buena acogida comercial, sobre todo en los E.E.U.U. de Norteamérica: otro dato a tener en cuenta por los sociólogos y estudiosos de la política.
A mí, pasado un tiempo prudencial, me sigue pareciendo deleznable. Se acabó. No me pillan de nuevo ni el uno ni el otro. Por esas. Y lo siento, porque este bloc lo inicié, precisamente, con Eastwood.