Uno de estos hombres es Elmer Gantry, un viajante de comercio, borrachín y fracasado, que asiste un día a una reunión evangélica y le asalta una revelación: la profesión de pastor la mejor salida a sus dotes de emprendedor, una profesión en la que se pueden gritar barbaridades, se puede ser demagogo y se pueden ofrecer espectáculos de dudoso gusto y la gente aplaudirá más. Porque la religión no debe estar reñida con la diversión y Elmer Gantry es la estrella de la función en la que dice tener como aliado y amigo al mismísimo Jesús. Para él, Dios es el producto más rentable del mundo: basta con hablar de él, con hacerle sentir a la gente que se le invoca y el poder de la persuasión hará el resto. Gantry es un cínico, sí, pero no más - supongo - que muchos otros líderes religiosos que se pegan la gran vida a costa de la credulidad de su público.
Mientras tanto, el espectador puede elegir contemplar el show de Gantry a través de los ojos de Jim Lefferts, un periodista ganador del premio Pulitzer, escéptico, pero con olfato para saber dónde se esconde una buena historia. Como no podía ser de otra manera, las pasiones humanas que adornan el carácter de Gantry, acabarán traicionándole, más pronto que tarde...
El fuego y la palabra es una película valiente, que se atreve a mirar de frente al hecho religioso, en un país como Estados Unidos en el que no faltan embaucadores que se hacen ricos a costa de la candidez de sus semejantes y a la vez el retrato de un hombre, Gantry, al que acabamos conociendo muy bien e incluso simpatizando con sus motivaciones (la magistral interpretación de Burt Lancaster se encarga de ello) porque, después de todo, se le puede ver como un emprendedor de éxito que ha encontrado su nicho de mercado. Si el público necesita mercancía religiosa, hombres como él son sus mejores vendedores. Lo cierto es que me he quedado con muchas ganas de leer la novela en la que se basa el film, del premio Nobel Sinclair Lewis.