lucía espesos bigotes
llenos de alambres irregulares.
Su novia siempre le dijo
que en otra vida debió ser gato;
fue antes de dejarle
para juntarse con perros.
Su misión era ahora simple:
observar tras un periódico,
un árbol o farola,
a aquellos dignos de ser vigilados
por tan profesional cotilla.
La pantalla de humo de un cigarro
o el vapor del café ardiente
sobre el frío seco de la noche
se interponía como velo protector
entre él y su presa
-ya que es predador, el gato-
y le hacía figurarse en realidad paralela,
al otro lado de un espejo,
invisible a los ojos que hacia allí mirasen.