Todos tenemos un sexto sentido. Fue lo que pensé cuando entré a vivir en aquel edificio. Lo primero que me chocó fue que, en los doce pisos que lo componían, solo vivían mujeres y que solo residía un hombre, que pasaba largamente de los sesenta, habitando una minúscula buhardilla de la azotea. «Esto es una comunidad muy tranquila, las vecinas nos respetamos y D. Fermín, el machete, apenas sale de su buhardilla», me informó la dueña que me había alquilado el piso. Yo me sentí como el gallo nuevo del gallinero, pues el que allí vivía tendría que haber claudicado desde el siglo pasado, pensé.–¿D. Fermín, el machete? –Le repliqué ironicamente a la dueña. Su respuesta fue una sonrisita picarona, la cual no descifré.Las semanas fueron transcurriendo en aquella comunidad sin ninguna novedad, con la excepción de que se respiraba una especie de ambiente de secretísimo y silencio que me tenía desorientado. Las vecinas apenas se relacionaban y cuando coincidían se saludaban de manera muy formal y distante, aunque llevaran décadas conviviendo en el mismo edificio, según me fui enterando.«Mi vista y mis deseos se van a atrofiar» empecé a temer, al no toparme nunca con carne joven. Siempre había soñado con ser el gallo de algún gallinero, pero no de uno de saldos.Por fin, un domingo, coincidí con el Sr. Fermín, que subía las escaleras lentamente. Me pareció un señor entrañable y en mi afán por conocerle le abordé:–Buenos Días, ¿cómo está Señor Fermín? Tenía ganas de conocerle... Es que somos los dos únicos gallos de este gallinero y ...Él ni se giró, continuó con su cansino propósito de subir la escalera y me espetó con superioridad:–¡Chaval, gallo se nace! No se hace, ni se es por desearlo.Su respuesta me produjo lástima. Creí entender que su vida con las mujeres había sido un desastre y que la edad le había obsequiado resignación.En la tienda de ultramarinos cercana al edificio, al cabo de las semanas, me contaron la historia del edificio y del machete. «En otra época, casi cincuenta años atrás, la tienda era punto de encuentro de los hombres del barrio, allí bebían. El mostrador tenía como encimera tres tablones de veinticienco centímetros cada uno, y parece ser, cuando el alcohol subía, le pedían a D. Fermín que sacara su instrumento y lo pusiera sobre ella, que sobrepasaba con creces dos de los tres tablones. Un día, la dueña de la tienda en un arrebato, muy cansada de sus apuestas y con mucha necesidad contenida, sacó el machete de la carne y casi acierta a amputar a D. Fermín, dejando clavado el machete sobre la encimera.Cuentan las malas leguas que en el dificio había un pacto: Las mujeres tenían turno para subir a la buhardilla de D. Fermín, y que como precaución en la base del instrumento, le anudaban un pañal a modo de tope. Hubo también un periodo en el que todos los maridos de las vecinas del edificio fueron abandonado a sus esposas, hasta que en gallinero solo quedaron gallinas. Gallo se nace, no se hace.Texto: Francisco ConcepciónMás Historias de portería aquí.