Verán, Pablo tiene un problema de bajo tono muscular. Imagínense un fideo cocido, panzón. Así es mi hijo. Flaco, guango, y por más que insiste en presumir su conejo, en realidad, es puro huesito.
No puede saltar de cojito, por ejemplo. Tampoco se puede quedar “congelado”, ya que no tiene la fuerza para mantenerse completamente quieto. Y por más que le eche muchas ganas (y a pesar de traer puestos sus zapatos “super-turbo”) corre más lento que cualquier otro niño de su edad.
Hasta el año pasado, me parece que él no se había percatado de ello. Al terminar cada una de las pruebas ―sin importar que hubiera sido el último en llegar; el que menos alto podía saltar; o el que menos lejos podía lanzar― siempre terminaba por gritar: “¡gané, gane!”. Y yo festejaba con él como si realmente hubiera ganado.
Pero este año era diferente. Ya se daba cuenta perfecto de quién ganaba y quién no. Ya sabía contar cuántas medallas tenía su amigo y cuántas (no) tenía él. Ahora, yo sabía que era una lección de vida, una oportunidad para aprender (No siempre se puede ganar… Algunos son buenos para unas cosas y otros somos buenos para otras, etc…). Sin embargo, mi lado de madre sobreprotectora (que abiertamente admito tener) no me dejaba tranquila. Este año yo iba muy nerviosa.
Había otra cosa que también me inquietaba. Y es que, mientras que el año pasado Pía salió con 4 medallas, Pablo sólo salió con 1 (a todos les toca medalla en la carrera de relevos). Realmente quería evitar ese tipo de comparación entre los dos hermanos.
Entonces, días antes comencé a marearlo con el típico rollo de “lo importante no es ganar, sino divertirse”.
Y sí que me tomó la palabra… creo que nadie se divirtió tanto como él.
En la prueba de carreras, salió tarde porque estaba “calentando sus motores” (¿recuerdan a Los Picapiedra que movían los pies rapidísimo en su lugar antes de echarse a correr? Pues así lo hizo, pero con efectos especiales: “¡rum, rum, ruuummm!”). La prueba de salto se convirtió en todo un ejercicio dramático, en donde actuó ―en cámara lenta―tanto el salto, como el aterrizaje, con caída y todo (“¡wooowww… paaaaaasss… shuuummm!”). En la carrera de relevos, decidió correr en zigzag, alternándose entre todos los carriles, con una sonrisa de oreja a oreja, sin importar que fuera el único que seguía corriendo.
Sin embargo, en la prueba de lanzamiento de bala (o sea, de pelota) le fue bastante bien. No lo suficientemente bien como para ser premiado, pero sí lo suficientemente bien como para que yo premiara su esfuerzo, poniéndole una de las medallas que minutos antes se había ganado su hermana y que casualmente traía en la bolsa de mi pantalón. Eso le bastó para sentirse un ganador. Ya tenía esa medalla, más la otra que ya le habían dado a todos en la carrera de relevos. Curiosamente, esta vez Pía no ganó en lanzamiento de bala. Y justo ahí, en ese momento, estaba Pablo, observándola. “Ves Pablo, no siempre se gana. Pía no ganó medalla en esta prueba”, le dije.
Su respuesta fue inmediata: “No importa, yo tengo muchas. Le puedo compartir una de las mías”. Se quito la medalla que originalmente pertenecía a su hermana y se la puso a ella, echándole porras: “¡Bien hecho, Pía! ¡Buen trabajo!”. Y discretamente, cuidando que su hermana no se diera cuenta, me echó una mirada de complicidad. Y su carita reflejaba una enorme satisfacción.
Y yo que estaba preocupada…
Me lo como a besos. Sí, a mi fideo panzón. Lo amo. Eso es ser un verdadero campeón.