El Gatopardo, del noble Tomasi di Lampedusa

Por Igork

Guiseppe Tomasi di Lampedusa fue autor de una sola novela, El Gatopardo, como fue autor de una sola novela Juan Rulfo y su Pedro Páramo (1955). Al menos, el mexicano se molestó en escribir algunos relatos. Pero los motivos de ambos fueron distintos. Antes de ver publicada su única novela, Tomasi murió. Mala suerte. El destino fue cruel con este noble italiano venido a menos, dotado de una capacidad narrativa inaudita, que a mí, en lo personal, me genera esta pregunta: ¿pero cómo alguien sin carrera literaria fue capaz de escribir una obra maestra, cómo? Porque, estimado gatos y gatas de porcelana, El Gatopardo es una de las obras maestras de la literatura universal, y eso que tampoco cuenta muchas cosas, aparentemente. El cineasta Visconti, ojo avizor, supo entenderlo muy rápido. En 1962 estrenaba la famosa película que no está a la altura del libro.
En el mes de abril de 1957 diagnosticaron a Tomasi di Lampedusa un tumor pulmonar. Moriría el 23 de julio de ese mismo año, en una Europa que todavía se arrastraba a cuatro patas tras la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. Il Gattopardo había sido rechazada por la editorial Mondadori. La presentó a Einaudi, que también la rechazó poco antes de la muerte del autor. Nadie sabía ver la gran novela que era, ni tan siquiera sus amigos. Es curioso. Los lectores profesionales de ambas editoriales supieron ver el valor literario del Gattopardo, pero negaron su valor comercial. Quién les iba a decir a estos editores que la novela que descartaron iba a convertirse en el libro mejor vendido de toda la posguerra italiana, a contra pronóstico, e iba a ser traducido en todo el mundo.
Tomasi di Lampedusa se había puesto a escribir a finales de 1954 y murió en julio de 1957. Durante treinta meses escribió cada día, muy probablemente sabedor que se moría. Un libro escrito con prisas y con la rabia del que es consciente que llega a su fin y es incapaz de evitar dejar la vida, ese gran regalo. A pesar de todo esto, al acabar el Gattopardo empezó una nueva novela, Los gatitos ciegos. A lo mejor escribir era el agarrarse a la tabla de salvación para este moribundo.
En esta novela única, encontré humor, belleza, un canto a la vida y, también, encontré la muerte. ¡Está todo, todo lo contiene! Arranca con el primer capítulo en que, acaso como un homenaje al Ulyses de Joyce, Lampedusa narra 24 horas de la vida del Príncipe de Salina, el gran protagonista. Fabricio de Salina es el representante del Antiguo Régimen, de sus costumbres y cosmología. Por ejemplo, a pesar de estar casado, no tiene inconvenientes en serle infiel a su mujer, y no siente remordimiento alguno por ello. El matrimonio es un acto social que nada tiene que ver con el amor. En la novela se trata, entre mil cosas más, sobre el advenimiento del nuevo mundo representado por la burguesía rampante. Como bien dice el joven Tancredo, el predilecto del príncipe, por encima de su propio hijo:

«Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. Una de esas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo. No queréis destruirnos a nosotros, vuestros padres. Queréis sólo ocupar nuestro puesto. Para que todo quede tal cual. Tal cual, en el fondo: tan sólo una imperceptible sustitución de castas».


Otra cita, para animar a posibles potenciales lectores, un fragmento que me gustó y que quizá también inspiró al cineasta Ermanno Olmi en su film inclasificable de El oficio de las armas (Il mestiere delle armi, 2001): «En el techo los dioses, reclinados sobre dorados escaños, miraban hacia abajo sonrientes e inexorables como el cielo de verano. Creíanse eternos: una bomba fabricada en Pittsburg, Pensilvania, demostraría en 1943 lo contrario».
Además de la vida, El Gattopardo contiene la muerte, ya lo he mencionado. Sin contar con un argumento deslumbrante, este libro es un crisol. Me emocionaron especialmente las escenas referidas a la muerte del Príncipe de Salina, en la que hace un repaso a su vida. Sea porque Lampedusa también se moría o porque este escritor tenía un don para la poesía, el final contiene algunos de los mejores pasajes del libro. Y, por si todavía quedan indecisos, Lampedusa sabe describir como muy pocos la naturaleza. Es un gozo leerlo. La naturaleza en el mundo del Gatopardo es el paisaje siciliano, que me recuerda al de la costa de L’Ametlla de Mar, al sur de Catalunya. Quizá de ahí, también, mi emoción.
«Cuando los cazadores llegaron a la cumbre del monte, de entre los tamariscos y alcornoques reapareció el aspecto de la verdadera Sicilia, aquel en que ciudades barrocas y naranjos no son más que garambainas despreciables: el aspecto de una aridez ondulante hasta el infinito en grupa tras grupa, desconsoladoras e irracionales, de las que la mente no puede aprehender las líneas principales, concebidas en un momento delirante de la creación: un mar que se funde de repente. Donnafugata, encogida, escondíase en un pliegue anónimo del terreno y no se veía un alma: únicamente canijas hileras de vides denunciaban la presencia del hombre. Al otro lado de las colinas, en una parte, la mancha añil del mar, todavía más mineral e infecundo que la tierra. El viento leve pasaba por todo, universalizaba olores de estiércol, de carroña y de salvia, cancelaba, suprimía, recomponía cada cosa con su paso indolente; secaba las gotas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más allá iba a agitar la cabellera de Garibaldi y después todavía lanzaba el polvillo en los ojos de los soldados napolitanos que reforzaban apresuradamente los bastiones de Gaeta, ilusionados por una esperanza que era tan vana como el abatido ímpetu de fuga de la caza perseguida. A la sombra de los alcornoques el príncipe y el organista se pusieron a descansar: bebían el vino tibio de las cantimploras de madera, acompañando un pollo asado sacado del morral de don Fabrizio con los delicados Muffoletti rociados con harina cruda que don Ciccio se había llevado consigo; saboreaban la dulce insolia, esa uva tan fea de ver como buena para comer; saciaron con grandes rebanadas de pan el hambre de los perros que estaban frente a ellos, impasibles como funcionarios concentrados en el cobro de sus créditosBajo el sol constitucional don Fabrizio y don Ciccio estuvieron luego a punto de dormirse».
Y acabo citando el prólogo de la edición italiana del Gatopardo que contiene testimonios directos sobre el trabajo de Lampedusa. En fin, me despido con un ¡Viva el Planeta Italia! ¡Viva Tomasi di Lampedusa!, y, sobre todo, ¡¡¡larga vida a los gatopardos!!! Toda una vida contenida en un libro. Ahí es nada.
«En Palermo tuve el placer de conocer a la esposa del escritor, la baronesa Alessandra Wolf-Stomersee, báltica de nacimiento, pero de madre italiana, notable investigadora de problemas de psicología. De ella tuve no pocas noticias sobre Giuseppe Tomasi de Lampedusa. Lo más asombrosa para mí  fue la siguiente: que Il Gatopardo había sido escrito desde el principio al fin, entre el año 55 y el 56. En resumen, prácticamente, había sucedido poco más o menos esto: a su regreso de San Pellegrino, el pobre príncipe se había puesto a trabajar y en pocos meses, capítulo tras capítulo, había terminado su libro. Apenas tuvo tiempo de copiarlo. Luego, de pronto, se manifestaron los primeros síntomas de la enfermedad que en pocas semanas le arrebató la vida. —Hace veinticinco años que me anunció que quería escribir una novela histórica, ambientada en Sicilia en la época del desembarco de Garibaldi en Marsala, girando entorno a la figura de su bisabuelo paterno, Giulio de Lampedusa, astrónomo—, me dijo entre otras cosas la señora —. Pensaba en ella continuamente, pero nunca se decidía a empezarla. Por fin comenzó a escribir las primeras páginas. Procedió con verdadero afán. Iba atrabajar al Circolo Bellini. Salía de casa por la mañana temprano y no regresaba hasta las tres.
Pero lo que más me urge ahora es llamar la atención especialmente sobre su único libro, completo en todas sus partes, que nos ha dejado. Amplitud de visión histórica unida a una agudísima percepción de la realidad social y política de Italia contemporánea, de Italia de hoy; delicioso sentido del humor; auténtica fuerza lírica; perfecta siempre, a veces encantadora, realización expresiva: todo esto, a mi entender, hace de esta novela una obra excepcional. Una de esas obras, precisamente, para las que se trabaja o se prepara uno toda una vida. Como en los Viceré de Federico de Roberto, sale a escena, también aquí, una familia de la alta aristocracia isleña, tomada en el momento revelador del cambio de régimen, cuando ya asoman los tiempos nuevos. Pero si la materia de recuerda muy de cerca el libro de De Roberto, difiere, en cambio, sustancialmente, el escritor, la forma como éste se sitúa frente a las cosas. Ni un ápice de pedantería documental, de objetivismo naturalista encontraremos en Tomasi de Lampedusa. Centrado casi totalmente en torno a un solo personaje, el príncipe Fabrizio Salina, en el que ha de verse un retrato del bisabuelo por parte de padre, pero también, al mismo tiempo, un autorretrato lírico y crítico a la vez, su novela hace muy pocas concesiones, y estas pocas no sin sonrisa, a la trama, al enredo, a lo novelístico, tan querido de toda la narrativa europea del siglo XIX. En resumen, mejor que a De Roberto, habría que acercar a Tomasi de Lampedusa a nuestro contemporáneo Brancati. Y no sólo a Brancati, sino también, probablemente, a algunos grandes escritores ingleses de esta primera mitad del siglo (por ejemplo, Forster), que ciertamente conocía a fondo: como él, poetas líricos y ensayistas más que narradores «de raza». Y con esto creo haber dicho lo indispensable. Más tarde corresponderá a la crítica colocar a nuestro escritor en el lugar debido en la historia de la literatura italiana del siglo XX. En cuanto a mí, repito, prefiero por ahora no añadir nada más. Estoy convencido de que la poesía, cuando la hay — y no dudo de que la hay aquí — merece ser considerada, al menos por un momento, por lo que es, por el extraño juego en que consiste, por el primordial donde ilusión, de verdad y de música que quiere darnos sobre todo».

El Gatopardo, del noble Tomasi di Lampedusa