«Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie. Una de esas batallas en las que se lucha hasta que todo queda como estuvo. No queréis destruirnos a nosotros, vuestros padres. Queréis sólo ocupar nuestro puesto. Para que todo quede tal cual. Tal cual, en el fondo: tan sólo una imperceptible sustitución de castas».
Otra cita, para animar a posibles potenciales lectores, un fragmento que me gustó y que quizá también inspiró al cineasta Ermanno Olmi en su film inclasificable de El oficio de las armas (Il mestiere delle armi, 2001): «En el techo los dioses, reclinados sobre dorados escaños, miraban hacia abajo sonrientes e inexorables como el cielo de verano. Creíanse eternos: una bomba fabricada en Pittsburg, Pensilvania, demostraría en 1943 lo contrario».
«Cuando los cazadores llegaron a la cumbre del monte, de entre los tamariscos y alcornoques reapareció el aspecto de la verdadera Sicilia, aquel en que ciudades barrocas y naranjos no son más que garambainas despreciables: el aspecto de una aridez ondulante hasta el infinito en grupa tras grupa, desconsoladoras e irracionales, de las que la mente no puede aprehender las líneas principales, concebidas en un momento delirante de la creación: un mar que se funde de repente. Donnafugata, encogida, escondíase en un pliegue anónimo del terreno y no se veía un alma: únicamente canijas hileras de vides denunciaban la presencia del hombre. Al otro lado de las colinas, en una parte, la mancha añil del mar, todavía más mineral e infecundo que la tierra. El viento leve pasaba por todo, universalizaba olores de estiércol, de carroña y de salvia, cancelaba, suprimía, recomponía cada cosa con su paso indolente; secaba las gotas de sangre que eran el único legado del conejo, mucho más allá iba a agitar la cabellera de Garibaldi y después todavía lanzaba el polvillo en los ojos de los soldados napolitanos que reforzaban apresuradamente los bastiones de Gaeta, ilusionados por una esperanza que era tan vana como el abatido ímpetu de fuga de la caza perseguida. A la sombra de los alcornoques el príncipe y el organista se pusieron a descansar: bebían el vino tibio de las cantimploras de madera, acompañando un pollo asado sacado del morral de don Fabrizio con los delicados Muffoletti rociados con harina cruda que don Ciccio se había llevado consigo; saboreaban la dulce insolia, esa uva tan fea de ver como buena para comer; saciaron con grandes rebanadas de pan el hambre de los perros que estaban frente a ellos, impasibles como funcionarios concentrados en el cobro de sus créditosBajo el sol constitucional don Fabrizio y don Ciccio estuvieron luego a punto de dormirse».
Y acabo citando el prólogo de la edición italiana del Gatopardo que contiene testimonios directos sobre el trabajo de Lampedusa. En fin, me despido con un ¡Viva el Planeta Italia! ¡Viva Tomasi di Lampedusa!, y, sobre todo, ¡¡¡larga vida a los gatopardos!!! Toda una vida contenida en un libro. Ahí es nada.
Pero lo que más me urge ahora es llamar la atención especialmente sobre su único libro, completo en todas sus partes, que nos ha dejado. Amplitud de visión histórica unida a una agudísima percepción de la realidad social y política de Italia contemporánea, de Italia de hoy; delicioso sentido del humor; auténtica fuerza lírica; perfecta siempre, a veces encantadora, realización expresiva: todo esto, a mi entender, hace de esta novela una obra excepcional. Una de esas obras, precisamente, para las que se trabaja o se prepara uno toda una vida. Como en los Viceré de Federico de Roberto, sale a escena, también aquí, una familia de la alta aristocracia isleña, tomada en el momento revelador del cambio de régimen, cuando ya asoman los tiempos nuevos. Pero si la materia de recuerda muy de cerca el libro de De Roberto, difiere, en cambio, sustancialmente, el escritor, la forma como éste se sitúa frente a las cosas. Ni un ápice de pedantería documental, de objetivismo naturalista encontraremos en Tomasi de Lampedusa. Centrado casi totalmente en torno a un solo personaje, el príncipe Fabrizio Salina, en el que ha de verse un retrato del bisabuelo por parte de padre, pero también, al mismo tiempo, un autorretrato lírico y crítico a la vez, su novela hace muy pocas concesiones, y estas pocas no sin sonrisa, a la trama, al enredo, a lo novelístico, tan querido de toda la narrativa europea del siglo XIX. En resumen, mejor que a De Roberto, habría que acercar a Tomasi de Lampedusa a nuestro contemporáneo Brancati. Y no sólo a Brancati, sino también, probablemente, a algunos grandes escritores ingleses de esta primera mitad del siglo (por ejemplo, Forster), que ciertamente conocía a fondo: como él, poetas líricos y ensayistas más que narradores «de raza». Y con esto creo haber dicho lo indispensable. Más tarde corresponderá a la crítica colocar a nuestro escritor en el lugar debido en la historia de la literatura italiana del siglo XX. En cuanto a mí, repito, prefiero por ahora no añadir nada más. Estoy convencido de que la poesía, cuando la hay — y no dudo de que la hay aquí — merece ser considerada, al menos por un momento, por lo que es, por el extraño juego en que consiste, por el primordial donde ilusión, de verdad y de música que quiere darnos sobre todo».
El Gatopardo, del noble Tomasi di Lampedusa