“Las dos rayas del tercio se reglamentaron en 1923”
Por El Zubi
Durante todo el siglo XIX las corridas de toros fueron un espectáculo sangriento similar al de un circo romano, pues los ruedos se cubrían de caballos muertos o agonizantes despanzurrados en la arena. La proporción de caballos muertos en las plazas cada temporada era tres veces superior a la de los toros. El periódico taurino madrileño “El Enano” sin ir mas lejos, daba en 1855 la noticia de que en esa temporada se habían matado en Madrid 191 toros mientras en ese ruedo habían muerto por asta de toro 412 caballos, 14 de ellos en las cuadras a consecuencia de las heridas producidas por los toros. Es más, la bravura de los toros se media entonces por el número de caballos muertos en la suerte de varas. Era normal oír en las plazas el grito del público al toro bravo: ¡Caballos, caballos! pidiendo más sangre... que ya era el colmo de la crueldad. Por otro lado, en 1785 por ejemplo, el producto de la venta de las colas de los caballos que sucumbían en las plazas, sin duda para aprovechar sus cerdas, se destinaba para una novena al “Cristo de los Traperos”, cuya imagen se veneraba en la Iglesia de la Concepción Jerónima de Madrid.
Sin embargo la sensibilidad del público fue cambiando con la llegada del nuevo siglo, y ya a principios del siglo XX los aficionados veían desagradable la muerte inútil de tanto caballo en los ruedos. Era algo que iba limando las conciencias de los aficionados. Se hacía ya insoportable para los públicos la repugnancia que transmitía la suerte de varas con los jacos muertos y despanzurrados con los mondongos fuera y esparcidos en los ruedos.
Fue a finales de los años 20, en plena dictadura del general Primo de Rivera, cuando se implantó la protección o petos a los caballos. La chispa que colmo el vaso ocurrió en una corrida de toros celebrada en Aranjuez a principios de temporada de 1928, a la que asistió el presidente del Gobierno Primo de Rivera acompañado de una distinguida dama extranjera, ligada familiarmente a un ministro francés. Ocupaban un asiento preferente de barrera y ocurrió que unos de los toros, tras romanear y campanear a sus anchas a uno de aquellos escuálidos caballos, salpicó con sus tripas y con parte de lo que estas contenían a todos los espectadores que se hallaban presenciando el espectáculo en la zona donde se encontraba la ilustre pareja. El dictador tuvo que pasar un mal rato tan grande, que tras el espectáculo dio la orden tajante a su Ministro de la Gobernación de que adoptara las medidas oportunas para acabar para siempre con tan salvaje y vomitivo espectáculo. Y de ahí vino directamente la imposición del peto en los caballos que practicaran la suerte de varas. Oficialmente se implantó en el año 1928, estando como ministro de la Gobernación el general Martínez Anido, que dispuso en La Gaceta de Madrid, que a partir del día 8 de abril de ese año se prescribía el uso obligatorio de los petos protectores para los caballos de picar en las plazas consideradas de primera categoría, entre ellas la de Tetuán de las Victorias en Madrid, una plaza en la que anteriormente y durante un año se habían llevado a cabo los pruebas del peto. Esta disposición fue después ratificada por Real Orden de 13 de junio, que ya extendía su obligatoriedad a todas las plazas de España.
Pero ya en la temporada de 1926 (dos años antes de la imposición legal), el general Primo de Rivera encargó a una Comisión el estudio de las posibles reformas que habría de acometer en el primer tercio de la lidia. El sentir popular era unánime a favor de acabar con aquel repulsivo espectáculo y se hicieron en aquellos años muchas y variadas propuestas para solucionar el problema. Se pensó incluso en suprimir la suerte de varas y poner un rejón de castigo por parte de un rejoneador, pero se comprendió que eso vulneraría la esencia del toreo y de la lidia. Ignacio Sánchez Mejías fue una de las voces autorizadas que se mostró en contra de ese rejón de castigo: “suprimir la suerte de varas es suprimir la Fiesta” dijo.
Así pues ya en 1927 se celebraban corridas con petos de prueba y hubo incluso un concurso de ideas en la Plaza de Tetuán de las Victorias con varios modelos de distintos materiales como cuero, caucho, rejilla metálica, tela o guata. A aquel concurso se presentaron petos de la Viuda de Bertoli, de Manuel Nieto Bravo, de Esteban Arteaga y de Juan Andrés Yuste, que a la sazón fue quien ganó el concurso de ideas. Su peto presentado era de una sola pieza, con la parte exterior de paño fuerte, de color gris y la interior, de lonas de algodón y se terminaba con guarnición de ribetes de cuero. Llevaba también un faldoncillo enguatado de una cuarta de largo para proteger la bragada del caballo.
En 1934 se aprobó otro modelo que pesaba 15 kilos. Fue presentado por Cipriano Reyes Ortiz, e introducía la innovación de una pieza que cubría la parte posterior del caballo, y llevaba dos lonas impermeabilizadas con una capa de algodón impermeabilizado y con un moteado de cáñamo, dos telas rectoras de gran calidad, con otra capa del mismo algodón, cubriendo esta última con una lona de color marrón y un moteado que cogía todas las telas y lonas del artefacto protector. Su coste era de 350 pesetas de 1934.
El ganadero Manuel García-Aleas vio con buenos ojos la imposición del uso del peto pues así se impedía que los ácidos de las tripas de los pobres caballos, volvieran burriciegos a los toros en el transcurso de la lidia, y además se podía medir mejor las fuerzas de estos al romanear al caballo, al peto y al picador. En aquellos años ocurrió que los picadores no estaban de acuerdo con la imposición del peto, porque según decían ellos, practicar la suerte así era muy peligroso. ¡Qué equivocados estaban! Eso ocurrió en una novillada experimental celebrada el domingo de Piñata de 1927 en Madrid, un 6 de marzo. Alternaban en el cartel Curro Puya, Carlos Susoni y el debutante malagueño Ramón Corpas, que se las vieron con un encierro de la ganadería sevillana de Rufino y Moreno Santamaría, novillos-toros con los que se probaron varios modelos de peto. La prueba resultó mal pues a pesar de los artefactos protectores los caballos murieron en la suerte de varas. Los más reacios a la nueva imposición, como no, fueron los propios picadores, que no comprendieron que con el paso de los años serían los más beneficiados, ya que iban a ir subidos en un auténtico tanque blindado a prueba de bomba. Y con esta novedad desaparecería prácticamente la suerte de quites. Una suerte que se creo para quitar a los toros de encima de los caballos y que ha llegado a desaparecer por innecesaria. En la actualidad, con la poca fuerza de estos toros surgidos tras la Guerra Civil y con los tanques blindados en que se han convertido los caballos, a quien hay que quitar de encima del toro es a los propios caballos. Se han invertido los papeles: el verdugo ha pasado a ser víctima y la víctima el verdugo.
La prensa de la época también opinó mucho sobre el tema y movió mucho la opinión de los aficionados. Así vemos por ejemplo como el crítico “Triquitraque” en El Correo de Andalucía titulaba su crónica de la primera corrida de toros con petos en Sevilla con un irónico: “Chalecos de fantasía”, y en la que se oponía tajantemente a la imposición de los petos, porque según él dejaba a los picadores indefensos (¿..?), fíjense que gran error estaba cometiendo. También el ABC de Madrid se mostraba contrario a la utilización de los petos, y así lo mostraba su cronista Rafael Sánchez-Guerra que decía: “ni petos, ni corazas. Para picar sólo vale el brazo firme del picador“. Otros periódicos vislumbraban en el uso del peto el inicio del fin de la Fiesta de los Toros. Una visión que ahora en el siglo XXI ya, lejos de ser exagerada resulta bastante certera, pues la suerte de varas se ha convertido en el auténtico “fielato” de la Fiesta. Como decía Ignacio Sánchez Mejías: “en el temple del picador nace el de la muleta”, pensando que en el caballo se prepara a los toros para el último tercio. Pero la realidad es muy otra. Hoy en día es en el caballo donde sucumben la mayoría de los toros.
Con la imposición del peto, se puso en práctica en la suerte de varas otra medida que dio una nueva dimensión a esta suerte. Me refiero a prohibir a los picadores estar en el ruedo a la izquierda de chiqueros cuando el toro salía de toriles, tal y como se venía haciendo desde los tiempos de Paquiro, que fue quien puso orden en las corridas de toros. A partir de ahora sólo pueden salir al ruedo los caballos de picar cuando el toro haya sido recibido y lanceado con los capotes y el presidente del festejo lo ordene.
Lo mismo ocurrió con las dos rayas para picar en el tercio de donde no se puede salir el picador mientras ejecuta la suerte. Antiguamente cuando los caballos aun iban sin protección, se podía picar en cualquier punto del ruedo incluidos los medios, sin que hubiera marca alguna divisoria donde hacer la suerte. Como en esta práctica hubo también su picaresca en los del castoreño, tanto para los toros que eran bravos como para los mansos, se impuso en estos años una circunferencia a siete metros de la barrera de donde no podían salirse. Esta marca se reglamentó como obligatoria en 1923, y en 1959 y a propuesta del matador Domingo Ortega, se impuso la segunda raya delimitando así la zona del toro y la zona del picador: una raya interior a siete metros de la barrera y otra exterior a nueve metros de las tablas.
En la nueva reglamentación de la Fiesta de 1992 se aumentó un metro la distancia de separación, quedando la raya exterior a 10 metros de las tablas. Estas nuevas normativas iniciadas en los años 20 han marcado el transcurrir de la Fiesta desde mediados del siglo XX a nuestros días, añadiéndole además circunstancias como la fuerza que desde entonces adquirieron los picadores dentro del Sindicato de Toreros, que como saben está en manos de banderilleros y picadores. Por esta razón es inamovible esa puya piramidal y canallesca, con bordes cortantes como cuchillas, que más que picar lo que hace es barrenar en los morrillos de los toros dejándolos ya para el arrastre. Y es lo que dice el refrán: con estos mimbres tenemos estos cestos... y esto no hay quien lo arregle, pues la sartén de la Fiesta la tienen los picadores cogida por el mango.