Después de un primer intento y aun de un segundo, veamos si consigo de una vez por todas, escribir la historia del genio que llevo tanto tiempo intentando escribir. Vamos a ello.
Caminaba despreocupado y sin rumbo. ¿Qué cómo lo sé? Muy fácil. Iba dando puntapiés a las latas que encontraba a su paso y además iba y venía una y otra vez por las mismas calles. De pronto, un objeto con una apariencia extraña (luego supo que se trataba de una lámpara de aceite), apareció ante sus pies. El primer impulso fue darle una patada, como a cualquier otra lata. Pero lo pensó pensó mejor. El extraño objeto tenía la pinta de ser algo pesado y podría hacerse daño; así que lo recogió del suelo y con los faldones de la camiseta intentó quitar el polvo que lo cubría. No más había dado un par de restregones, cuando escuchó un estrépito infernal que salía del interior del cachivache; lo soltó asustado y al chocar contra el suelo, una humareda gris y densa surgió del interior. A los pocos segundos, desapareció la humareda y en su lugar apareció un hombrecillo de no más de un metro veinte, de color cetrino y vestido totalmente de azul añil. En su cabeza, un indisimulado bisoñé, le daba un aspecto más ridículo aun. El hombrecillo se dirigió a nuestro protagonista y así le habló:
- Buenos días, buen hombre. Qué nada, que muchas gracias por haberme liberado de esta prisión tan horrible, en la que llevo encerrado por lo menos tres quinquenios.
- ¿Es usted un genio? – Preguntó con cara de extrañeza y sin darse cuenta de la rima.
- Pues mire usted, sí. Aunque tengo que decirle que apenas he ejercido, pues nada más conseguir la plaza, mis compañeros más antiguos me encerraron aquí dentro.
- ¿Y puede saberse el motivo?
- Pues nada. Que me dediqué a satisfacer los deseos de la buena gente que venía a mí con sus justas peticiones y se ve que eso molestó a los veteranos, que llevaban tiempo viviendo del cuento y sacando provecho de su trabajo. Se limitaban a conceder deseos sólo a quienes podían pagarlos y además, haciendo ver que eran cosas muy complicadas y que necesitaban de mucho trabajo, cuando lo cierto es que sólo había que examinar la petición y si la considerábamos justa, pues deseo concedido.
- ¿Y cómo sabían si era justa o no?
- En eso consiste la preparación y el examen para ser genio. En aprender a distinguir lo justo de lo injusto. Por cierto, que según el manual, puedes pedirme un deseo por haberme liberado.
- ¿Uno? Tenía entendido que eran tres.
- Aunque llevo tres quinquenios encerrado, estoy al día de las disposiciones y los recortes han llegado también a nuestro negociado.
- Ya me parecía a mí que no podía tener tanta suerte. Pues la verdad, ahora mismo no sé que pedirle. Si fueran tres deseos, la cosa sería más fácil, pues con los dos primeros uno se iba ejercitando y ya con el tercero, pues remataba la faena, pero así, uno sólo y a palo seco, es un compromiso.
- Me hago cargo, pero así está la normativa. Y yo de usted me daría prisa pues sé de buena tinta que el ministro del ramo quiere aprobar una reforma en la que se sustituirá la concesión del deseo por una felicitación por escrito.
- Es que así, en frío. No sé, yo quería pedirle la paz mundial, pero así no voy a salir de pobre. Por otra parte, un revolcón con Elsa Pataky tampoco estaría mal, pero igual al marido no le hace gracia o a la propia Pataky, que esta gente es muy suya. Y por otro lado, pagar la hipoteca podría ser un alivio, aunque bien pensado, el alivio sería para el banco, que ahora lo tengo mes sí y mes también preocupado por si le pago o no.
- Yo no es por apurarle, que a mí me da lo mismo, pero le recuerdo al señor ministro.
-Ya, ya, si estoy pensando, pero no es fácil.
De pronto, se quedó mirando para el bisoñé del genio, se tocó levemente las entradas que ya escarbaban su frente y pidió el deseo.
- Quiero que se invente un peluquín para hombres que no se note cuando lo lleve uno puesto.