El gesto del escritor

Publicado el 03 septiembre 2014 por Zeuxis

Ilustración de Julia Valeeva, derechos reservados imagen libre de google.

Lo primero que hice fue llamar por teléfono a la francesa. «Aló», era ella, su voz alargada y flacucha confirmó que tardaría una hora en llegar. La conversación fue rápida, como si apenas hubiésemos hecho una comunicación en código morse desde dos navíos, uno, en las mismas antípodas de la soledad y el otro, un pequeño velero, atracado en los atardeceres más serenos del mediterráneo. Alisté unas cervezas, unos cuantos archivos de escritos sin finalizar que había intentado durante las dos semanas de abstinencia y elegí las canciones de rock psicodélico que sonarían más tarde en el reproductor. La noche, con su rostro despoblado y muy sigiloso, estaba en calma. A la francesa la excita leer mis escritos, es una buena chica y en estos momentos, es la única que todavía se empeña en rescatarme de no sé qué alcohol milenario parecido a la zozobra que, dice,  tengo pegado al pellejo. Vamos a observar cómo reacciona hoy  cuando me vea metiéndome por la nariz estos ocho gramos puros de cocaína. Ella siempre ha metido conmigo, pero esta vez le enseñaré la furia del mar. No han pasado veinte minutos y ya estoy desesperado. Salto de una forma a otra, de repente estoy elucubrando un estilo y luego, apenas si logro galimatías. Cuando me irrito comienzo a llamar como un loco y me entran las ideas más paranoicas. Ella me dice que el microbús se demoró mucho en pasar pero que ya viene en camino, de pie dentro del vehículo, porque la maldita movilización está atestada de gente. Es como si hubiera una tormenta al otro lado del mundo. Yo le digo que no le creo, que si no quiere venir, entonces que haga lo que se le venga en gana, pero resulta que ella sabe manejar muy bien mis ataques de angustia, me tranquiliza, dice que está a unos cuarenta minutos. Bien, entonces serán solo cuarenta minutos, no más. Veo por la ventana, a los lejos noto la soledad, esa maldita soledad busca meterse en todas partes, rasguña, se desliza, es cómo una rata invadiéndolo todo. Las manos me sudan. Si sigo así echaré a perder la bolsa. Imagino un ejercicio donde dispongo apenas de ciertas formas de poder nombrar, apenas una lengua, algo primitivo que busca comunicar con impaciencia un  olor, un color, esas cosas tan imposibles. La roca se puso aceitosa, la machuqué con un encendedor sobre el cuaderno que tengo a veces para picar el perico y hacer las líneas. No sé dónde diablos dejé el espejo. Es imperdonable que navegue sin mis más preciados instrumentos, me regaño, me mando por unos instantes a los sótanos miserables donde siempre llora el niño de mi infancia, luego regreso y me enfrasco en una contemplación absurda con los libros que tengo en mi biblioteca. Soy muy ordenado en cuestión de lectura. En el primer estante tengo los libros inevitables, allí están Celine, Musil, Broch, ese trio que se atrevió a hablar desde las entras, tengo a Schulz, a Kertész, a Hemingway, titanes de un ejercicio imperdonable,  Somers, O'Connor, Gombrowicz, siempre  a la vista diciendo todo de otra forma, justificando la desolación, no faltan Bellow, Salinger, Fante, quienes lograron por un instante casi decirlo todo como debía decirse y bueno, Toole, Beckett, Pessoa, ahí como unos buenos muelles desde donde comenzar una escritura, en la esquina algo manoseados están Nabokov, Joyce, Wallace, Carver, Cabrera, Perec y el maldito de siempre, Kafka, que me  guían, que me susurran que siempre hay formas para tener una voz, para decir lo mismo de otra forma, pero ahora los veo distantes, como si su misma escritura fuera artificial, no logro conjugar al hombre con su escritura y entonces los detesto. Debajo están los libros de estudio: diccionarios de gramática, de español y de escritura, siempre imponiendo los límites, ahí presentes para que yo pueda transgredir, por eso los tengo al lado de los ensayos de Scholem, de Twain, de Orvell, de Quincey, de Miller, que supieron infringir  una rasgadura en lo invisible, a veces cuando me pongo muy intelectual acudo a Chesterton o Borges y los comparo con  Zweig, con Campbell, con Wolfe, con Thompson y busco que sean un solo escritor, que hable como Brodsky que orine como Palahniuk, como Emerson  como el siempre agónico y querido González. El resto de los anaqueles está atestado de los libros de cultura general, las novelas que toda biblioteca debe tener, contemporáneos como Bolaño o Auster o un Pynchon y un Frazen, los Ford y los Pauls, las trilogías y los cuentos, las misceláneas de cuentos que me afilan los dientes, que me ponen caliente, sexual, con ganas de escribir y escribir hasta que se reviente la pompa de jabón. Es que hay cosas que te elevan, que te ponen marcas desconocidas en la piel y te hacen creer. Más abajo tengo los autores que se hicieron historia y ese tipo de ladrillos que sólo sirven para decir que se tiene la biblioteca moral y aceptada por la sociedad y un poco más abajo libros raros, de misterios y estafas, de apariciones y mitos, de maldiciones y dioses. Necesito de esta biblioteca, es lo mejor que he logrado, lo que verdaderamente conozco a fondo y amo. Pero ahora la biblioteca no habla de nada, todo son historias sin sangre, ni siquiera mis textos inevitables me dicen algo, ha llegado el momento donde hasta los autores  que antes me parecieron singulares por su escritura, por su salida y su universo, por su intrigante lucha contra la intimidad, se han convertido en meros trabajos de dificultades, de alegatos, de desahogos infranqueables que no se enfrentan al mundo para ver si son hombres o ficciones. He perdido el tiempo leyendo tanto, nadie sacude, nadie pone el verdadero escalofrío en la nuca. La responsabilidad pesa sobre mis hombros y me siento desamparado, sin alguien  para luchar, sin escudero, sin un Sancho, sin un Robín o al menos un Guasón que me ponga de una vez en el lugar que me merezco. Esa biblioteca, esos muertos y vivos me piden a gritos que diga lo que no pudieron. Esta contemplación inadmisible me llena de ansiedad. Ahora me suda la frente, la nariz, pareciera como si ya me hubiese metido un pase pero debe ser sólo la agitación. La llamé unas tres veces más, era fastidioso, no llegaba y yo estaba a punto de darle puñetazos a la pared, de romper cosa por cosa y salir a buscar problemas con el primero que se me interpusiera en mi camino. Al fin ha llegado. No pude rabiarle, apenas la vi, supe que tendríamos una noche desenfrenada, se veía muy sexy en esa producción de mujer gótica, de fatal y asustadiza. Hoy se había dado el trabajo de arreglarse mejor que nunca. Lo raro de esta mujer son sus anteojos  y su nariz de Bergerac que no desentona ni le quita un ápice de belleza  a su rostro fantasmal. Tiene lo que me gusta. Cabello liso, apariencia de bruja matahombres, pero un aura y un rostro que se sale de la tierra misma, es intelectual y angelical, cosa que me parece incompatible pero que pone a masturbarse a cualquier pendejo de esos que se creen escritores malditos. Sus gafas son todo un artilugio, ya que esconden muy bien sus intenciones, lo que más me gusta es que siempre usa unas camisas y unos sostenes que no esconden, que no cubren sus senos, siempre se pueden ver sus pezones, siempre los benditos sostenes se entregan y dejan al descubierto ese busto robusto, erecto que me pone a salivar como un perro. Debe ser una más de sus tretas. Subimos por la escalera, le pellizco las nalgas y ella sonríe. Ya ha leído muchas páginas, yo estoy sentado sobre la cama esperando su veredicto. No me importa lo que me diga, sólo quiero verle los ojos, saber si se ha puesto cachonda. Me dice que he cambiado mi tono, que estoy más derrotista, que está preocupada conmigo. Sus ojos brillan, está lista. Tenemos sexo sobre esa silla sagrada donde me siento a escribir, luego la arrojo sobre la cama donde los últimos días no he leído sino basura. Al lado de la almohada todavía está una revista de literatura y de pronto todo cambia. En el forcejeo la revista se abre en una entrevista, son unas preguntas atolondradas y de marketing que le hacen a un escritor ruso o polaco que sufre la incomunicación y que es alcohólico. Su retrato modifica toda la noche, toda mi vida, es la representación que lograron del hombre, lo que me impresiona. El escritor, no lo conozco, se encuentra arrinconado, se halla entre los cincuenta años, está bien vestido, lleva un pantalón de pana que debe ser de color café, la fotografía es en blanco y negro, así que debo complementar lo que no me dicen los colores. Tiene el bigote bien podado y cuidado, el corte de cabello es corto, pero no se ha peinado, usa una chaqueta de cuero negra, está desamparado totalmente, su mirada se enfoca con un desasosiego total y obsesivo al ojo de la cámara, me mira, me quiere decir algo. Es un náufrago, a sus pies se ve una botella de whisky vacía, el hombre es un gigante, sus proporciones se alcanzan a imaginar gracias a la botella. La fotografía me tiene prendado. Me veo ahí, ese hombre soy yo, pero el parece que sufre más. Ambos estamos sufriendo de lo mismo, la literatura nos ha vuelto mierda y sufrimos, irremediablemente nos ahogamos y miramos por última vez algo ahí entre las cosas, entre lo que no somos, como si fuera nuestra despedida de agonía. Nuestro último grito de socorro, él lo ha logrado. Este hombre congelado para siempre en esa imagen, ha dicho lo que toda mi biblioteca no ha logrado. Desde su rincón, el gigante parece pedir a gritos que alguien lo salve, es aterradora esa suplica, aquí no se siente, se sabe, está la certeza de todo abandono, él se sabe sólo, se sabe muerto y su pose es la más perturbadora pose que haya visto o leído en la literatura. Y yo, ¿qué hago?, al parecer tengo más suerte, me estoy cogiendo a  una francesa. Estoy al borde del abismo, siento compasión, pero tengo todavía ocho gramos, una flaca que me lo chupa como los ángeles y al fondo están reproduciéndose los mejores temas de la historia del rock psicodélico. Parece que voy a poder salir de esta noche, sin embargo, él ha convertido mi fiesta en una mierda. No le llego ni a los tobillos. Abro la bolsa, hago unas cuantas líneas, nada moderadas, quiero empezar fuerte. Ella también quiere algunas líneas. Intentamos la conversación al rato sólo fumamos. Ella nota mi desconcierto, me dice que cuando uno está desordenado por fuera es que se encuentra muy ordenado por dentro y que lo mismo sucede al revés. Le contesto que entonces qué pasa cuando uno está con las dos casas vueltas una mierda. Se echa reír, me responde que sabía que yo iba a decir eso. Me impreca, me dice que por eso mismo está ahí, para saber qué tengo que decir al respecto. Me hago unas líneas más, esta vez ya no utilizo el pitillo sino que enrosco un billete para poder inhalar más. Al final estoy  haciendo pequeñas montañas de polvo y las esnifo directamente. La francesa me mira cada vez más preocupada. El rostro se me ha puesto rojo. Ella lanza lejos la bolsa y yo le digo que se largue. No espera que se lo repita. La escucho llorar mientras baja las escaleras. Tengo más ganas de cocaína pero se me ha acabado. Miro la fotografía, el hombre más sólo del universo me mira como si fuera el mismo Dios, severo, frío. Me siento frente al computador, le echó la madre a varios amigos que están conectados en la red, escribo el poema que siempre ellas esperan leer, le digo a la fotografía que todas las mujeres quieren estar ahí al lado mientras uno escribe, quieren ver como nacen los versos, como se pule, se borra, se rompe, borro, se lee, se relee, se corrige, se abandona, se maldice, pero él no me responde sólo me mira, rotundo, él es toda la literatura, me apuñala, me hace callar. 

ilustración de Álvaro Tapia Hidalgo, derechos reservados imagen libre de google.


Siento en el cuello una protuberancia, me acerco al espejo y veo, que la arteria que pasa por el cuello, la tengo hinchada como si fuera a  estallar, estoy rojo como un tomate. Me golpeo el pecho, salgo y alcanzo a tomar un taxi. Estoy teniendo un infarto, lléveme lo más rápido posible a un hospital. De por dios, llame una ambulancia, yo no puedo llevarlo. Lo mando a la mierda y siento en el pecho un bombazo, alcanzó a parar a otro taxista y le digo que me lleve a la clínica más cercana. No le digo nada de lo que me está pasando, el aire me falta, abro la ventana, sacó la cabeza como un perro. Hay muchas luces, todo encandelilla, no miro muy bien pero el hombre me dice que ya estamos llegando, le paso un billete grande y no espero el cambio. Me arrojo a la portería de urgencias, me llevo de un puñetazo al portero que no quiere dejarme pasar y me desmayo en toda la mitad del pasillo de urgencias mientras logro gritar que me ayuden, que estoy teniendo un infarto.
Cuando despierto, me doy cuenta que estoy rodeado por varias enfermeras. Tengo cables por todo lado. He sobrevivido.  Las enfermeras son guapísimas. Una médica se acerca y me entrevista. Me coquetea, me acaricia el cabello y me dice que tengo unos ojos muy misteriosos, que soy joven, que por qué hago lo que hago. Me pregunta que cuánto consumí, le digo que no tengo idea, que fueron muchos gramos y que se me había acabado la cerveza, así que la mayoría la consumí pura. Siento que se me acelera el corazón, la médica me dice que me tranquilice, que estoy sufriendo una nueva arritmia. Lo mejor será poner opiáceos por vía intravenosa, dice. Estoy asustado pero me gusta la idea. En cuanto los derivados del opio entran en mi sangre, me brota una sonrisa de oreja a oreja. Me hundo en la camilla. Me hundo y veo, desde el fondo de un hoyo, a toda mi familia y amigos reunidos alrededor. Me miran con compasión, pero sobre todo con soberbia, están desilusionados de mí, su mirada parece decirme que esta vez la he embarrado absolutamente. Yo me hundo cada vez más. Él último rostro que observo es el del  escritor ruso,  está erguido, se muestra monumental y con una fuerza y vigor insuperables. Ahora me mira con lástima, con ironía, me hace un gesto de repugnancia, luego, me sonríe hastiado mientras  me lanza una botella de whisky y se aleja para siempre.