No son comparables ambos casos ni en el tenor de las respectivas preguntas ni en los objetivos perseguidos en uno y otro sitio. En Canarias se buscaba conocer la opinión de los ciudadanos sobre un asunto que les atañe directamente: los riesgos ciertos de una industria petrolífera a escasos kilómetros de sus playas y costas; en Cataluña, en cambio, se preguntaba directamente por la independencia de España. En lo que sí se parecen como dos gotas de agua es en la cerrazón del Ejecutivo central y en su manifiesta falta de voluntad para encauzar por la vía del diálogo conflictos de hondo calado político como los dos mencionados.
Le resulta mucho más cómodo y descansado dejar que sea el Constitucional el que corte por lo sano cualquier atisbo de protesta o discrepancia ante las decisiones unilaterales apoyadas únicamente en la mayoría absoluta del PP. Si una comunidad autónoma como Canarias se propone atenuar los efectos en su territorio de una ley como la LOMCE, el Gobierno del Estado no tarda en sacar la artillería jurídica y la lleva al Constitucional con petición expresa de suspensión cautelar de la norma recurrida. Algo, por cierto, que no pueden hacer las comunidades autónomas cuando entienden que es el Estado el que invade las competencias autonómicas.
Bien es verdad que antes de que las diferencias entre Estado y comunidades autónomas terminen en el Constitucional, se abre necesariamente un proceso de negociador para alcanzar un acuerdo que evite la judicialización del problema. Sin embargo, como ocurrió también con Canarias en el caso de la llamada Ley de Moratoria Turística, el Ejecutivo ya tenía la decisión de recurrir tomada antes incluso de sentarse a hablar, lo que convirtió la negociación en un inútil paripé. De este modo, apoyado en su mayoría absoluta y en un Tribunal Constitucional presidido por alguien que ocultó su militancia en el PP para merecer tan alto honor, el Gobierno abdica de su responsabilidad de hacer política con mayúscula y opta por que la hagan en su lugar los jueces elegidos a dedo por el PP y el PSOE, que también en esto debería de dar muestras de que cambiarán las cosas de forma radical si vuelve a gobernar.
No se trata de ninguna prevención por mi parte hacia los jueces en su conjunto que, a trancas y barrancas, desarrollan su labor con profesionalidad, rigor y miles de pegas de todo tipo. El recelo se refiere sólo a aquellos magistrados elegidos por el poder político a los que este Ejecutivo está obligando a actuar casi como un gobierno paralelo o una tercera cámara legislativa y de cuya independencia e imparcialidad no siempre es posible estar seguro.
Con todo, es una verdadera lástima que la misma agilidad judicial que demuestra el Gobierno actual en asuntos que deberían sustanciarse en el plano político no la haya aplicado a los múltiples y variados casos de corrupción en los que está inmerso el partido que lo apoya. Es más, cuando ha tenido la oportunidad se ha erigido más en defensor que en acusador de sus corruptos, como ocurrió con su fracasado intento de echarle una mano al innombrable Bárcenas hasta el punto de que el juez tuvo que expulsarlo de la causa. Así y todo, la número dos del partido, María Dolores de Cospedal, se permite proclamar a los cuatro vientos en otra de sus memorables frases para la posteridad que el PP “no puede hacer más de lo que ha hecho contra la corrupción “y que “no puede meter a los corruptos en la cárcel”.
Hacer, lo que se dice hacer, apenas ha hecho nada el PP contra la corrupción salvo ignorarla o taparla. Y en cuanto a la cárcel, nadie le pide tanto aunque sí al menos que sean expulsados del partido y los denuncie ante la Justicia, en lugar de sacarlos de prisión a la primera oportunidad que se le presenta, como acaba de hacer con Jaume Matas. A la vista por tanto de la doble vara de medir con la que el PP y el Gobierno recurren a la Justicia cuando les interesa y la ignoran cuando les viene mal, sólo cabe pensar que Rajoy y los suyos son fervientes seguidores del viejo principio de aplicar la ley a los enemigos y a los amigos el favor.