El Gran Imperio de Oriente

Por Ciencia
En el año 53 a.C. Marco Licinio Craso, compañero de Pompeyo el Grande y de Julio César en el triunvirato que regía Roma en ese momento, se puso al frente de un enorme ejército, formado por siete legiones, 4.000 soldados de infantería y otros tantos de caballería, y emprendió la marcha hacia Oriente. Su propósito era dar el debido escarmiento a los partos, un pueblo radicado en Mesopotamia e Irán, al que los romanos suponían tan débil y afeminado como todos los bárbaros del este. Tras cruzar el Éufrates, Craso y sus hombres avanzaron por un territorio desolado, sin agua, bajo un sol abrasador, hasta que llegaron a la llanura de Carras, cerca de la actual ciudad turca de Harrán, situada entre las cabeceras del Tigris y el Éufrates. Allí divisaron por fin al enemigo, unos destacamentos de jinetes sucios y cubiertos de polvo que sumaban apenas 10.000 hombres, en contraste con los 50.000 soldados de los invasores. La victoria parecía al alcance de la mano. Pero entonces los legionarios escucharon el sonido ronco y terrible de unos tambores de bronce, «mezcla del rugido de fieras y estampido del trueno», según escribió Plutarco; a continuación, los jinetes enemigos se quitaron las capas que los cubrían dejando al descubierto destellantes yelmos, corazas y cotas de malla de hierro y acero. Cuando Craso ordenó atacar, los partos fingieron retirarse para luego realizar una maniobra envolvente que les permitió acribillar a flechazos a los legionarios. El combate duró todo el día y terminó en un desastre completo para los romanos, con nada menos que 20.000 muertos. El propio Craso pereció en una escaramuza. Su cuerpo fue llevado ante el monarca parto, quien ordenó introducirle por la garganta oro fundido como castigo por su legendaria avaricia.

El gran enemigo de Roma

La derrota de Craso en Carras fue la peor que habían sufrido los romanos desde las guerras púnicas; se la puede comparar con la de Cannas, ante Aníbal, en 218 a.C. Fue, en todo caso, el comienzo de una larga historia de enfrentamientos entre Roma y los partos, un pueblo guerrero asentado en Irán y que desde hacía dos siglos había creado un poderoso Imperio en Asia Central y Mesopotamia. Después de Carras, los romanos lanzaron campañas de saqueo más allá de la frontera del Éufrates y se inmiscuyeron a menudo en las luchas de poder en la corte parta, apoyando incluso a algunos candidatos al trono. En 116 d.C., tras una espectacular invasión, Trajano llegó a tomar la capital parta, Ctesifonte. Pero los partos resistieron todas las acometidas. Como escribía el retórico Marco Cornelio Frontón, «los partos fueron los únicos que llevaron el nombre nunca despreciable de enemigos del pueblo romano». Y esto no era una hipérbole propia del arte de la oratoria, sino una realidad palpable. Desde la derrota de los cartagineses –el gran enemigo en la historia política y en la memoria colectiva de los romanos–, Roma no encontró un antagonista como Partia, ni un rival con un potencial equivalente en cuanto a su extensión, población y capacidad económica.

La importancia del ejército

Para entender los orígenes de Partia es necesario retroceder a la conquista del Imperio persa por Alejandro Magno. A la muerte del conquistador, en 323 a.C., surgió en Irán y Mesopotamia el gran Imperio seléucida, fundado por Seleuco, uno de los generales del monarca macedonio. Muy pronto, los seléucidas tuvieron dificultades para mantener la integridad de su territorio, especialmente en el este, donde se independizaron los sátrapas (gobernadores provinciales) de Bactria y Partia. Aprovechando esta situación, la tribu irania de los parni se apropió del territorio de Bactria en el año 247 a.C. Los partos estaban dirigidos por Arsaces, a quien se considera el fundador de la dinastía arsácida; un «hombre de origen incierto, pero de valor reconocido... acostumbrado a vivir del saqueo y del robo», decía Justino Frontino, historiador romano del siglo II. En las décadas siguientes, a través de un proceso largo y tortuoso, los partos se apropiaron de todo el territorio seléucida. Resultó determinante la conquista de Mesopotamia, con sus grandes centros urbanos –como Seleucia, Ctesifonte, Nippur, Uruk y Babilonia–, que se convirtió en el núcleo del Imperio parto. Los soberanos partos extendieron su dominio desde el Éufrates hasta Bactria y desde la India y Asia Central hasta el golfo Pérsico y el océano Índico. No exageraba el ya citado Justino cuando afirmaba que «ahora [en el siglo II] el dominio de Oriente está en poder de los partos, como si hubiesen hecho una distribución del mundo con los romanos». El gran baluarte del poder parto era su ejército. Se ha afirmado a veces que la organización militar parta era de tipo feudal y que la realeza, a falta de un ejército permanente, debía recurrir a contingentes privados en ocasiones críticas. Sin embargo, los estudios recientes muestran que los arsácidas disponían de guarniciones estables en las fronteras, además de puntos fortificados, cuyo mantenimiento requería un gobierno central organizado. En cualquier caso, el arma fundamental de los partos fue la caballería. Los jinetes partos destacaban por su extraordinaria habilidad de monta y por su destreza en el uso del arco. Causaba terror el denominado «disparo parto», consistente en simular huidas y aniquilar luego a sus oponentes con tiros certeros. Pompeyo Trogo, historiador del siglo I a.C., lo describía así: «Luchan a caballo, ya lanzándose, ya volviendo grupas, y a menudo simulan la fuga para tener desprevenidos a sus contrarios que los persiguen». Así cayó la hueste de Craso en la batalla de Carras. También disponían de una caballería pesada, formada por los llamados catafractos o clibanarios, que actuaban como fuerzas de choque. Agrupados en nutridos contingentes, los jinetes estaban protegidos por pesadas cotas de malla –que también cubrían a los caballos– e iban armados con largas lanzas que sembraban el caos y la muerte entre la infantería enemiga. Debido a los altos costes del equipamiento, estas tropas estaban formadas por aristócratas. En cambio, la infantería arsácida parece haber sido débil. Situado en el corazón del continente euroasiático, el Imperio parto fue una auténtica encrucijada de tradiciones culturales, religiosas y artísticas. Sin olvidar nunca su pasado nómada, los partos absorbieron elementos de la cultura persa, de la mesopotámica y también de la griega, que había arraigado en Asia Central durante el dominio seléucida; así, utilizaron el griego como lengua de burocracia y comercial, junto con el arameo y el pártico. Sin embargo, poco a poco fueron afirmando los valores específicamente persas; los monarcas adoptaron el título de Rey de Reyes y se consideraron sucesores directos de los aqueménidas, la última dinastía persa derrocada por Alejandro.

Un imperio multicultural

En el plano religioso imperaba también una enorme diversidad. La casa real parta, como buena parte de la población irania, era adepta del zoroastrismo, la religión oficial del antiguo Imperio persa aqueménida. En las ciudades mesopotámicas se mantenía la devoción a antiguos dioses orientales, como Bel, Nabu, Assur, Inanna, Anu, Shamash o Sin, muchos de los cuales se identificaban a su vez con las divinidades griegas. Así, Nabu, el dios babilonio de la sabiduría, se identifica con Apolo; Nanaya, la diosa sumeria del amor, con Artemisa, y Nergal, el dios sumerio del inframundo, con Hércules. Las grandes religiones monoteístas se hicieron también presentes. El judaísmo arraigó en zonas como Babilonia e incluso la casa real de Adiabene –principado en la frontera entre el Imperio parto y Armenia– se convirtió a esta fe; el budismo, originario del noreste de la India, se dejaba sentir en los confines del Imperio, y el cristianismo se difundió desde el siglo I d.C., como prueba la existencia de un obispo en Seleucia. Igualmente se propagaron nuevos cultos, como el mitraísmo –que tendría una espectacular expansión por los dominios romanos– y el maniqueísmo, religión que se basa en la existencia de dos principios encontrados: el bien y el mal; su líder, Mani, era un arsácida, aunque la expansión de su doctrina se sitúa al inicio del período sasánida. Los partos tuvieron, asimismo, un papel decisivo en la creación de la Ruta de la Seda, la gran vía comercial que unía China con el Próximo Oriente y, desde allí, con el Imperio romano, por la que circulaban toda clase de valiosos productos, en particular los tejidos de seda. Tras establecer relaciones diplomáticas con la dinastía Han, los partos promovieron la ruta a través de sus dominios, garantizando la seguridad y las paradas para las caravanas y, a la vez, recaudando peajes y aranceles. El año 224 marcó el final del dominio parto. Ardashir, príncipe de una pequeña ciudad de Persia, se alzó contra el rey Artabano IV y lo derrotó en la batalla de Hormuzjan. Poco después ocupó la capital, Ctesifonte. Proclamado Rey de Reyes e invocando la protección del dios Ahura Mazda, Ardashir dio inicio a un nuevo imperio persa y mesopotámico, el sasánida, que durante cuatro siglos se alzaría ante Roma y Constantinopla como una amenaza no menos temible que la representada por sus predecesores partos.
Fuente: nationalgeographic
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