Han pasado ya tres días y continúan los ecos de la monumental pitada en la final de la Copa del Rey. Que fuera en Barcelona y entre el Barça y el Athleti solo echa más leña a la hoguera incendiaria alentada por la caverna. Y sí, es cierto, hay cosas mucho más importantes, más graves, pero la historia se escribe en los detalles. El estruendo se ha convertido en más que una demostración de la libertad de expresión. El grito colectivo del hartazgo contra un himno como símbolo del maquillaje estético de aquel Todo cambia para que todo siga igual. En el palco el rey, como siempre; a su lado, como siempre, el presidente de una Generalitat que perpetúa y perdona a media sonrisa los desmanes de sus predecesores y así perdona también los suyos.
Lo que molesta al poder y a sus huestes que les votan ciegas y sordas, es que ese hartazgo no quedó extramuros. La pitada traspasó los cristales tintados de los coches oficiales, se coló por las rendijas del aire acondici