El guerrero pertinaz lleva media vida consumida buscándome en un campo de batalla imaginario. Pero no existe ejército enemigo ni contrincante abyecto al que abatir. La liza encarnizada sólo habita en su mente beligerante. La negatividad y ese halo cáustico que abrigan cada una de sus palabras se agostan infructuosos en un erial yermo, donde no hay oídos que recojan tanta animosidad. Habla sólo el guerrero pertinaz. Nadie escucha sus soflamas y peroratas de anatemas ardorosos. Sus arengas e imprecaciones se las lleva el viento en las alas del silencio.
Espera el guerrero pertinaz un desliz de su oponente imaginario para acribillarle a denuestos e improperios acedos. Atesora un arsenal de vituperios y baldones a modo de balas y saetas, fabricadas para asesinar con palabras. El adversario inexistente, que es feliz y ajeno a los desvaríos y dislates insalubres del alunado mercenario, le contempla con lástima y tristeza, pues es doloroso observar cómo la sombra voraz e irracional del desdichado fagocita día a día el lánguido resplandor del hombre brillante que pudo ser y que, por obtusa obcecación becerril, no fue.