En esa visión personal, que empapa todo el guión, Gibson acertó plenamente al recapitular toda la existencia de Cristo en las doce últimas horas de su vida. Así, a través de algunos flash-backs muy oportunos, asistimos a escenas clave de su infancia y de su vida pública que nos hacen vivir el relato de la pasión desde el punto de vista del Señor. Vivimos esas horas desde sus ojos, desde sus recuerdos, desde su corazón. Son escenas que, lejos de interrumpir la historia, nos descubren el valor emotivo de un pasaje, o realzan su sentido teológico.
Así, Jesús ve a un herrero que golpea las argollas de su inminente tortura y recuerda sus golpes en la madera al tallar una mesa en el taller de Nazaret: una y otra escena difieren en luminosidad (luz y alegría en Nazaret, oscuridad y tristeza en el palacio de Caifás), pero tienen para Él una misma significación: con su trabajo y con su pasión redimió igualmente a todos los hombres.
En otro momento, Jesús cae camino del Calvario bajo el peso de la cruz, y la Virgen se apresura a socorrerle; y el flash-back nos traslada a una escena de su infancia, cuando Jesús niño tropieza y cae, y María se apresura a consolarle: “Aquí estoy, a tu lado”, dice en ambas escenas. La transposición de planos temporales establece así un marco muy emotivo, que invita al espectador a la reflexión y a la contemplación.
En continuidad con esos flash-backs, están los frecuentes paralelismos narrativos. Uno de los más importantes acontece después de la triple negación de Pedro: los ojos de Simón se cruzan con los del Maestro y la siguiente escena trae a su memoria el momento dramático en que asegura ir con Él hasta la muerte y Cristo le dice que le negará tres veces.
Otros paralelismos son más explícitos, como el lavatorio de las manos de Pilatos al entregar a Jesús, en contraste con el lavatorio de las manos de Jesús al comienzo de la Pascua: ambos como preámbulo y preparación del sacrificio, el Calvario y la Santa Misa. Y, finalmente, otros paralelismos esconden una profunda significación teológica, como la elevación de la cruz por los soldados y la correlativa elevación del pan en la Última Cena; o la elevación del Cáliz en el Cenáculo, mientras la cruz del Gólgota empieza a chorrear la Sangre de Jesús.
A Mel Gibson la gustan los símbolos. Por eso recurre a ellos en buena parte del metraje con probada eficacia. Uno de los más celebrados acontece al comienzo de la cinta, durante la oración en Getsemaní: Gibson adelanta visualmente la victoria de Cristo en el sufrimiento de la Cruz con el gesto de Jesús al aplastar la cabeza de un áspid. Es una escena decisiva, que impacta poderosamente en el espectador y hace resonar en su memoria aquel pasaje del Génesis, en el diálogo de Dios Padre con la serpiente: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya; tú le acecharás el talón y ella te aplastará la cabeza”.
Otro símbolo muy acertado es el momento en que María, acompañada de Juan y la Magdalena, entra en la plaza del templo y se arroja sobre el suelo, intuyendo el lugar donde se encuentra encerrado su Hijo. La cámara desciende por debajo del terrazo y muestra a Jesús, encadenado en el sótano, mientras dirige sus ojos hacia arriba, donde está la Virgen: la perfecta sintonía entre Madre e Hijo, que fue particularmente intensa durante la Pasión, es transmitida a los espectadores con toda la fuerza y la emoción de ese conmovedor simbolismo.
Más delicado es el símbolo que vemos en la escena del proceso ante Pilatos, cuando una paloma remonta el vuelo ante Cristo doliente, único testigo de tan armonioso vuelo. Con ello —Gibson lo señaló en una entrevista—, el director quiso significar la cercanía del Espíritu Santo a Jesús durante toda la agonía de su Pasión.