Me faltaba poco para cumplir 8 años. Antes de irnos hacia la iglesia, en el barrio de Canillas, nos hicieron esta fotografía bajo la sombra del membrillo, abierta la puerta del patio de las maravillas a la calle de mis juegos. Una calle sin asfalto, con charcos. Una calle ancha sin aceras por la que apenas circulaban coches.
La tragedia familiar acechaba, pero aquel día nadie podía sospechar siquiera lo que el destino nos reservaba. Mi pequeño hermano de diez meses dormiría en brazos de alguien mientras papá nos fotografiaba. Papá...
Pienso en Ibáñez, y en los tebeos. Esta casa y los Mortadelos son inseparables, tantas horas transcurridas aquí, leyéndolos. Poco después, lo perdería todo. Se acabaron los tebeos, los juegos, la vida familiar, la alegría, la infancia... se acabó papá.
Todo eso fue sustituido por el misal y el rosario, por los castigos, por el trabajo forzado, por golpes y hambre, por los hábitos negros de las oblatas y las vejaciones.
La vida me quitó a mi padre para siempre, me devolvió a mi madre a ratos, me separó de mi hermano, y seccionó de un tajo la feliz niñez. A cambio me entregó a unas monjas oscuras que vaciaron mis días de todo amor.
He aprendido a construir desde los escombros muy despacio, con tesón y dolor, y aunque las paredes se fueron abajo muchas veces, las volví a levantar.
Pero hay algo de lo que no puedo ni podré desprenderme: el hervor de la sangre ante la injusticia. Y eso sí que se lo debo a las monjas. En mi caso, a las Oblatas del Santísimo Redentor, las que durante el franquismo y después regentaron, entre muchos otros, el orfanato y reformatorio de Carabanchel Alto, en Madrid.