En su interior el presente no existe, nunca tuvo cabida bajo su techo, es demasiado efímero. La realidad ha de conformarse con mirar desde fuera los muros pintados de oro por el sol, sin tan siquiera sentarse en el porche, sin espiar a través de las rendijas de las persianas echadas. La retienen las rejas de las ventanas, la barandilla de forja de la terraza. Solo los vencejos sobrevuelan la chimenea que aún conserva el olor a azúcar de una vieja fábrica de caña.
Dentro hay estrellas mientras fuera brilla el día, allí se refugian los rayos de sol durante la lluvia, la luna en las noches que permanece oculta, las sombras perdidas, los ecos. Hay rincones del pasado, huellas enterradas bajo una capa de polvo, objetos extraviados... memorias enredadas en una maraña de años que se confunden unos con otros. Las paredes albergan libros, muchos libros, libros que nadie ha leído, que nunca se han escrito, libros rotos, páginas llenas de palabras emborronadas, de notas, de garabatos, de líneas detenidas, de puntos suspensivos... Hay puertas que se abren al futuro, umbrales en los que las musas esperan, accesos a ninguna parte, y a los confines del infinito, escaleras que conducen hasta las nubes.
Es cuna y es mausoleo, el lugar en el que los sueños se convierten en humo, un humo dulce, nostálgico, con olor a caramelo tostado, a calor de lumbre, madera y viento. El humo que abraza la luna y que cubre el mar de bruma para volver a ser sueño.