"No nos quedan plazas. Lo tenemos todo cubierto", nos ha dicho la chica morena perfectamente uniformada detrás de su mostrador con grandes letras de promoción.
Vale, quizás tendría que haber reservado antes. Quizás esté siendo un poco desorganizada. Quizás he sido dejada. Quizás es que no me apetece hacer planes con antelación para no tener que cumplirlos.
- ¿Y ahora qué hacemos, mami?
"¿Y ahora qué hacemos?". Y yo qué sé. Además, no quiero saberlo, no quiero preocuparme, no quiero fingir que sé qué vamos a hacer, que sé lo que hay que hacer.
- Pues nada. Vamos a otro sitio y sin problema.
Había visto el rótulo antes y conocía el local porque hace unos años, un Domingo de Resurrección, compramos unos esquís infantiles al final de temporada para que las princesas aprendieran.
- Vamos a preguntar ahí. Venga chicas.
Empujo la puerta pensando en lo maravilloso que es tener a alguien que tenga pinta de saber lo que se trae entre manos. Y digo pinta, porque obviamente ninguno tenemos ni idea de lo que hacemos; sólo fingimos o lo hacemos por costumbre.
Un local estrecho, forrado de láminas de madera, lleno de estanterías con botas, esquís y algunas bicicletas. Las típicas fotografías de las cumbres del valle con los retratos de conocidos felices y sonrientes después de haber sufrido para subir esas cumbres o haberse jugado la vida descendiéndolas.
Al fondo, un mostrador con un tío con gorra, un par de rastas asomándole y unas gafas de plástico protectoras. Está afilando tablas y ni siquiera levanta la vista cuando entramos.
- Hola.
A la izquierda, detrás de otro mostrador y una pantalla de ordenador, aparece una gran sonrisa.
- Hola chicas. ¿En qué puedo ayudaros?
Se pone de pie al saludarnos. Alto. Una camisa de cuadros bastante mugrienta, malmetida por unos pantalones vaqueros grises con un cinturón que los malsujeta. Una cara sonriente, con la piel que parece cuero y hace imposible que consiga saber la edad que tiene. ¿En qué momento todo el mundo ha pasado a parecerme más joven que yo?
- Necesitamos clase para estas dos princesas y alquilar algunas cosas. - Lo que queráis.
Me siento en un banco y le observo mientras brujulea por el local charlando con las niñas. Les prueba botas, tablas, los cascos, los bastones. Bromea, les pregunta por su casa y se aprende sus nombres.
Tiene las manos grandes. Endurecidas y con las uñas sucias. Manos de campo. Manos de monte, de frío y de trabajar. El pelo oscuro, ni mucho ni poco. Lo lleva pegado a la cabeza, como si se hubiera pasado el día con un gorro puesto y ahora se lo hubiera quitado para estar en la tienda. La marca de las gafas de esquiar bordea unos ojos marrones, que sonríen casi todo el tiempo, y una nariz importante. No es especialmente guapo, ni feo. Es normal. O no.
El de las rastas y las gafas sigue enfrascado en su trabajo. Es más guapo, el típico tío que ligando debe tener un éxito increíble aunque sea de los que no se queda a dormir y desde luego no llama después. Es atractivo y con pinta de hacerte un favor si te presta atención.
Vuelvo al de la camisa de cuadros. Entre 35 y 40. Ha comentado algo de su hijo. ¿Estará casado? ¿Separado? ¿Divorciado? ¿Por qué vive en el valle? ¿Es de aquí o llegó por alguna extraña coincidencia, como nosotros? ¿Es siempre así de encantador o le hemos caído bien?
- Bueno, pues ya está todo listo. Mañana nos vemos chicas. Cenad mucho y descansad que mañana va a ser un gran día.
Salgo feliz, contenta y confiada a la misma calle soleada en la que 45 minutos antes me había sentido perdida.
Se llama Jose. No se acordará de nosotras, de mí, más allá de unos pocos días; pero yo le he visto, pensado e imaginado.
Me gusta cuando alguien consigue sacarme de mí misma y hace que le vea. Ya no le olvido.
Ver a alguien. Me gusta.