A diferencia de otros superhéroes, Superman no necesita presentación alguna. Tal vez sea por ello que El Hombre de Acero comience su metraje con un ataque en tromba, épico y celestial. Zack Snyder prescinde de la lógica narrativa que envuelve las últimas entregas de Spiderman o Batman -el nacimiento del héroe, el lento descubrimiento del poder- y no tarda en mostrar a Superman dando rienda suelta a sus poderes. A Kal-E/Clark Kent no le hace falta recibir la picadura de una araña, ni ser entrenado por un maestro de artes marciales. Superman nació poderoso, hermoso y mesiánico. Y no se conviertió en, sino que, muy a su pesar, lo fue. A Snyder le basta un salto bíblico -del nacimiento del mito a rescatarlo directamente a los 33 años-, para ver a Superman haciendo milagros, así como volando alrededor de la Tierra como un avión supersónico. Es tal la exhibición de poderío, que al espectador sólo le queda claudicar o morir.
Snyder, como ya hiciera con Watchmen, trata el material de la DC con la tensión de un artificiero, rindiendo al mito una pleitesía de tal dimensión que muchos recordarán la incorruptible seriedad del Christopher Nolan -que firma aquí como co-guionista- de El Caballero Oscuro. En El Hombre de Acero, todo es trascendente, comenzando por un mensaje que acentúa las dudas del héroe salvador de una generación vacía de referentes -y quién sabe si inmerecedora de tal regalo-. Tras una fotografía fría y metalizada, marco perfecto para el solemne ejercicio de Snyder, la película transcurre -durante dos horas y media- en medio de la hipnosis, sin agotamiento aparente, saliendo airosa del permanente uso del flashback, y siendo reforzada dramáticamente por las apariciones de Michael Shannon -cuya composición del General Zod contrarresta la incorruptible y angelical presencia de Henry Cavill (Clark Kent) y Amy Adams (Lois Lane).
No todo es impoluto. Si algo se le puede achacar a El Hombre de Acero es la tendencia a la hipertrofia visual que muestra en su tramo final, un clímax de una contundencia casi dolorosa, en el que el apabullante uso de los efectos visuales y la oda a la destrucción total lleva a olvidar, casi por completo, la existencia del personaje. Ello se reafirma en el duelo final entre Kent y Zod. Es tal el vigor del enfrentamiento, que la ciudad, el planeta y casi el universo parecen quedarse pequeños como campo de batalla, constituyendo un broche -que no final- perfecto para el religioso y grave homenaje de Zack Snyder a Supermán.
Para terminar, una reflexión. Es posible que algunos hubieran preferido más matices, una pequeña tregua en el tono, o algo más de cómic de viñeta. Es razonable. No obstante, empieza a ser tal la unanimidad en el enfoque dado por el Hollywood contemporáneo a los superhéroes, que debemos empezar a preguntarnos si no es la única forma que estos tiempos tan extraños nos permiten mirar a los superhéroes. A la esperanza, al fin y al cabo. Piénsenlo.