Pasea Adrián su fragilidad sin atisbos del engolamiento de antaño. Es un hombre de papel, arrugado y envejecido, pisoteado y humillado. Su fortuna y reputación intachables han caducado. Todos han bebido de sus fuentes de riqueza, y deglutido gulosos los manjares y fetenes festines de su opulencia. La casa está vacía, los salones victorianos alumbrados se han apagado, se han divorciado de la vida, llevándose las tonadas melodiosas de la música a los resquicios del desván de los recuerdos arrumbados.
El aire zumbón y festivo transporta en sus alas de hielo sonidos jaraneros. Adrián arrastra su silueta arqueada hasta los ventanales opacos y tristes. Descorre los postigos y se asoma a sus jardines, yertos de melancolía y de frío. En la casa de enfrente una jauría de “chacales” codiciosos rebaña las entrañas, vísceras y carne de otro hombre de papel que todavía no sabe que lo es. Esos son sus amigos. Entre el gentío febril cree Adrián columbrar a su amada. Ella ya le ha olvidado. Sus brazos delicados y suaves circuyen la cintura del hombre de papel mientras danzan y rotan como peonzas enamoradas, acaso haciéndose promesas volátiles y regalándose requiebros bajo la Luna.