Le contaron que el hombre del saco era un monstruo horripilante, cuya faz distorsionada jamás sonreía, que sus ojos eran negros y alargados y su rictus, una condena de ira permanente. Le dijeron que se escondía en la noche para guarecerse bajo las camas o en el interior de los armarios roperos, que podía trepar hasta las ventanas más altas, atravesar cristales sin tocarlos, volar por los aires e incluso saltar entre las copas de los árboles más inalcanzables.
Le dijeron a Miguel que el hombre del saco se llevaba a los niños a un reino subterráneo de penumbras donde nunca sale el sol, que allí vivían como ratones asustados cientos de miles de niños como él.
Miguel creció sin conocerle. Ahora sus retoños reviven la historia y le cuentan que el hombre del saco sí existe. Es él, cada noche, cada día de todas las semanas de todos los meses del año, cada vez que llega a casa convertido en un engendro demoníaco que brama vocablos ininteligibles, mientras trae el infierno a casa con una lluvia de reproches y tundas para todos por el mero hecho de existir, de recordarle que su vida es un despojo innecesario que nadie echaría de menos si, a la mañana siguiente, el hombre del saco, un feliz día, decidiera no volver a casa.