Jamás había imaginado que alguien pudiera decirle nada semejante.
A él, que había mamado del mayo francés, que había pasado toda la vida agitando el sistema, indignado antes de que otros supieran que era el participio de un verbo transitivo. Experto en el arte de la estrategia, había extendido su idílica cruzada hacia puestos de poder y, cuanto más arriba, más molesto había sido para las fuerzas del orden. El derecho de vivir en paz era lo único a lo que aspiraba, ahora que sentía el dolor de los huesos con cada hoja que el otoño depositaba sobre sus hombros.
Sería natural que se preparara para el invierno. Pero el instinto aún le permitía navegar, con los vaqueros y la camiseta del Che Guevara debajo del traje, arrastrado por la inercia del tiempo. Ésa que le había hecho naufragar, después de cuarenta años de saltar trincheras, en el mar del tacto sereno de una piel cálida.
Y ahí estaba, delante del espejo, aguantando que la sorna de su propio reflejo le echara en cara que, después de todo, sólo era un romántico.
Texto: Patricia Richmond