Imagino que Jean Giono habrá plantado no pocos árboles durante su vida. Sólo quien cavó la tierra para acomodar una raíz o una esperanza de que venga a serlo podría haber escrito la singularísima narrativa que es “El hombre que plantaba árboles”, una indiscutible obra maestra del arte de contar. Claro que para que tal cosa sucediese era necesario que existiese un Jean Giono, pero esa condición básica, afortunadamente para todos nosotros, era ya un dato adquirido y confirmado: el autor existía, lo que faltaba era que se pusiese a escribir la obra. También faltaba que el tiempo transcurriese, que la vejez se presentara para decir: “Aquí estoy”, pues tal vez solo con una edad avanzada, como ya entonces era la de Giono, es posible escribir con los colores de lo real físico, como él lo hizo, una historia concebida en lo más secreto de la elaboración de ficción. El plantador de árboles Elzéard Bouffier, que nunca existió, es simplemente un personaje construido con los dos ingredientes mágicos de la creación literaria, el papel y la tinta con que en él se escribe. Y con todo, acabamos conociéndolo a la primera referencia que de él se hace, como alguien a quien estuviéramos esperando hace mucho tiempo. Plantó miles de árboles en los Alpes franceses, después esos miles, por acción de la propia naturaleza así ayudada, se multiplicaron en millones, con ellos regresaron las aves, regresaron los animales de los bosques, regresó el agua, allí donde no había nada más que secano. En verdad, estamos esperando la aparición de unos cuantos Elzéard Bouffier reales. Antes de que sea demasiado tarde para el mundo.
José Saramago
Prólogo a El hombre que plantaba árboles de Jean Giono
Foto: Jean Giono