El hombre que regala historias

Publicado el 11 febrero 2010 por 500ejemplares

Un funambulista actúa en un pueblo; todo el mundo acude porque saben que, dada la dificultad suicida, el equilibrista caerá tarde o temprano. Un joven va un día, y otro y otro y otro a verlo y nunca pasa nada; hay peligros, sustos, pero nada; una sola vez, una causa muy de fuerza mayor, y no puede acudir; el funambulista cae, efectivamente. Se lo regalo: escríbalo usted, pero ha de dejar bien claro que era el que iba cada día quien sostenía al funambulista". No es frecuente obsequiar a alguien con un relato... por hacer, pero así de generoso se muestra el venezolano Ednodio Quintero (Las Mesitas, Trujillo, 1947). Puede permitirse regalar ideas tan caras visto Combates (Candaya), primera entrega de sus cuentos completos que recoge, sin embargo, su producción corta más reciente, la que va entre 1995 y 2000: abundancia de historias en un paisaje duro que enmarca un mundo un poco angustiante, casi mitológico, de guerreros y personajes con códigos extraños, susceptibles a la metamorfosis y el antropoformismo, de los que sabemos lo justo gracias a un lenguaje tan preciso como breve.

"El idioma es un instrumento descuidado; el escritor tiene que rendir cuentas no al mercado sino a Cervantes y a la lengua"

"El 90% de la intelectualidad no está con Chávez, pero es un ignorante muy hábil y lo iguala todo por lo bajo".

Ese punto de inquietante fantasía lo destila el propio Quintero, piel bruñida y ojos ligeramente achinados -"me considero mestizo, pero sólo soy un 16% indio, lo calculé"- destinado, como máxima aspiración social en esas latitudes, a ser telegrafista rural y hoy una de las voces más potentes de su país. "Nací en una aldea de 500 almas, apartado de todo y donde se llegaba a caballo; no había electricidad ni nada y el imaginario era casi medieval, del XVI, de cuando llegaron los descubridores españoles".

La geografía rural era curiosa: "A más pobre, más subían las gentes la montaña", formula. En su caso, llegó a los 2.600 metros de un pueblecito llamado Visún. "Yo leía antes de hablar, más que nada por silencioso; luego tuve un conflicto de adolescencia pero pensaban mis padres que estaba enloqueciendo; yo me decía: 'No sé qué soy pero soy distinto a los demás'. Y me llevaron a temperar en el campo". El castigo fue una casa de un pariente con una biblioteca notable que se tradujo en la lectura de Faulkner a los 15 años y un "contacto intenso con lo natural, lo vegetal y, sobre todo, lo mineral". Y quizá por eso, quien quería ser ingeniero civil de vocación -"esos de construir puentes y carreteras"- acabó por error -"me equivoqué de verdad al matricularme"- en la de forestal, lo que le permitió recorrerse casi todos los bosques de la Amazonia y de Costa de Marfil, que pueden vislumbrarse como atrezzo en, entre otras, su primera y elogiada novela, La danza del jaguar (1991).

¿Si en parte explica una geografía, explica también esa infancia unos personajes? "Si hay algo de mitología, si acaso es griega, pero mis mitologías son inventadas, son rituales o cosas totalmente imaginadas o que lo parecen; la imaginación es la premisa básica de la escritura; no tengo nada contra el realismo, pero lo mío es la imaginación al servicio de la nada". Y en esa línea cita sobre todo a Kafka ("La transformación me dio pesadillas"), Borges y Cortázar, influjos que a partir de los relatos de El corazón ajeno (2000) desaparecieron. Ardua labor. "La escritura es una moledora de todo: un escritor, en su fase inicial, siempre es la imitación de otro autor precedente o de sus padres hasta encontrar un mundo, una voz...". Por eso se ha dicho de Quintero que es un explorador impune: "El idioma es un instrumento descuidado por todo el mundo; el escritor tiene que darle cuentas no al mercado sino a Cervantes y a la propia lengua, ayudar a crear un idioma, con un léxico propio y construcciones de forma particular...". ¿Un estilo? "No, va más allá lo que quiero decir... Y después, morirse: mi pacto fáustico sería ése".

En esos cuentos que parecen sueños ("muchos provienen de él, como el relato 'Caza': los recuerdo al despertar; otras veces tengo ensoñaciones estando despierto y sólo reacciono haciéndome sonar los dedos de los pies") abundan guerreros de códigos extraños, heridos física y mentalmente. Casi un ejército al final. "Detesto la violencia, no discuto y ni por llevar, no llevo ni cortaúñas, pero la existencia es una guerra; el mundo es hostil; no profeso religión alguna pero existen dioses que se meten en tu vida; buenos y malos; en fin, la existencia es una mala batalla a librar". Y también caen mucho, ya en agujeros exteriores o en los más hondos de uno mismo, como explicita el relato 'La caída'. "Soy un jinete amniótico: estando embarazada, mi madre se cayó del caballo y yo recuerdo que me agarré del cordón umbilical como un mono de una liana: esa imagen me ha perseguido mucho tiempo".

Pero los personajes de Quintero no se dan por vencidos ni en los peores contextos ("incluso en mis correos utilizo la coletilla: 'No nos rendimos'; sólo hay una vida"), hablan mucho consigo mismos, en primera persona, y hasta con su álter ego: "He llegado a la conclusión de que esa voz es fruto de lo solitario que he vivido; si tengo problemas, aún hoy me hablo en voz alta; yo viajo autárquico". ¿Y puede ser que sufran de una especie de ceguera? "El ojo humano está hecho para ver ciertas cosas, no está preparado para verlo todo de la realidad, como las energías que nos rodean". Y dice que la reflexión le lleva a pensar en el relato 'El hombre caja', donde el personaje decide vivir dentro de una caja en la que mira el mundo sólo a partir de una pequeña hendidura practicada para ver. El relato es del japonés Kobe Abe, que Quintero cita, junto a Banana Yoshimoto, como buen japonólogo que es y tras vivir en el país un año: "Lo japonés sintoniza con mi manera de ser: el respeto por el otro, la tranquilidad; dicen que son extravagantes y eso es fruto de su libertad". ¿Y cómo ve el efecto Haruki Murakami? "Se explica mucho por su mezcolanza entre lo estadounidense y lo japonés y también está la conexión por el lado chamánico".

Es Quintero una voz consolidada -La muerte viaja a caballo (1974); Mariana y los comanches (2004)...- de una literatura venezolana de la que, desde fuera, apenas llegaron Rómulo Gallegos o Arturo Uslar Pietri y que con el boom latinoamericano justo sacaron la nariz Guillermo Meneses y Adriano González León. "Mi teoría es que, al igual que hacemos con el petróleo, nos creemos un país autosuficiente en casi todo; es un fenómeno muy del siglo XX; también es cierto que no hemos tenido exilio y sí una industria editorial correcta", acota. Pero tampoco hablan de ellos sus vecinos literarios cuando visitan España. "Eso es por el proceso de balcanización sociocultural de América Latina", responde y añade dos nombres imprescindibles: Rafael Cadenas en poesía y Victoria de Stefano en narrativa. ¿Y el influjo de un político como Hugo Chávez en la cultura venezolana? "El 90% de la intelectualidad no está con él, pero es un ignorante muy hábil: las librerías del Estado son muy baratas, por ejemplo, pero iguala por abajo: los extranjeros que llegan son, por ejemplo, bolivianos, y se da una orientación ideológica desde las escuelas notable".

Dice que ha perdido energía al escribir, pero no al leer, a la que ha llegado a dedicar "sesiones de 14 horas"; quizá por eso puede citar a Bernardo Atxaga, Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez Pisón. Y, por eso, nadie mejor que él para definir el cuento, unas notas que saca de una pequeña libreta, como si de una fórmula se tratara: "Objeto narrativo geométrico -su mecanismo debe responder a una esfera-, preciso -sin ripios ni memeces- y precioso -con un lenguaje muy cuidado". Debe irse. Uno se disculpa por si lo ha entretenido en exceso. "No sufra; nunca llego tarde: siempre pasa algo que hace que esté a la hora por más que no quiera". ¿Estará regalando otro cuento?

Carles Geli.

Publicado en Babelia, el 09 – 01- 2010

Ilustración: “El cordón umbilical”, Ramiro Tapia