El hombre que ríe

Por Rbesonias

En 1869, Hugo, Víctor Hugo, publicó un drama no muy conocido (L´homme qui rit), pero de un potencial narrativo fértil. No en vano, Paul Leni, director curtido en el género de terror, rodaría en 1928 una película homónima que traduce en imágenes expresionistas el trágico romanticismo de su personaje protagonista, el atribulado Gwynplaine. Unas décadas después, el dibujante Bob Kane, acompañado de la pluma de Jerry Robinson, se inspiraría en el personaje de la película de Leni para crear a su famoso Joker (comodín), antagonista de Batman. Kane quedó admirado por la interpretación histriónica del actor Conrad Veidt (quien también interpretó al famoso doctor Caligari) y desde entonces no vería otra bucca fissa más idónea para su príncipe payaso del crimen. Desde los años 50 hasta la inquietante interpretación de Heath Ledger en la versión de Nolan (El caballero oscuro, 2008), el devenir cinematográfico del hombre que ríe,comenzando por la figura del bufón ‘camp’ hasta llegar el psicópata realista, es por todos conocido.
Sin embargo, la imagen de un ser humano marcado por la desgracia de estar obligado a sonreír aunque esté triste no posee igual tono ni lectura de la mano de Víctor Hugo o Paul Leni que a cargo de Nolan, Schumacher o Burton. Para el escritor francés, comprometido con la causa social e imbuido por los efluvios del romanticismo, el gesto congelado de su protagonista es una metáfora de la venganza de los oprimidos contra el rostro de aquellos que los oprimen. Pese a la crueldad con la que es tratado Gwynplaine, éste devuelve a sus verdugos una sonrisa perpetua que dignifica su desgracia y amplifica su humanidad. Podrán deformarle, pero no cambiar sus emociones, su conciencia. Por otro lado, la historia de amor entre el atormentado Gwynplaine y la dulce Dea, invidente de nacimiento, es desde el principio tan intensa y honesta como imposible. Lo puro siempre está condenado a durar poco y morir a manos de la crueldad de los hombres o del yugo implacable de la naturaleza. La contemplación de la cara deforme de Gwynplaine es en manos de Hugo una experiencia estética y a su vez ética. Para el romántico, lo feo es bello y esconde bajo la superficie de su estructura disonante un alma pura. La discapacidad, lo extraño, lo anormal o diferente, es percibido por el hombre romántico como un eco subconsciente de nuestra humanidad, mientras que las normas y costumbres sociales se revelan con facilidad como una pesada losa que nos condena y deshumaniza. En la tragedia griega, los héroes son guapos acorde con el canon, extraordinarios, semidioses; en el romanticismo -también condenado a un desgraciado final-, la peculiaridad del héroe está en su propia singularidad, casi siempre alejada de los estándares estéticos o morales de su época. Un ejemplo relevante de esta concepción del freak clásico es Frankenstein. El enemigo de la humanidad no es el monstruo, sino los seres humanos que le rodean, entregados a su ideal de perfección e inmortalidad, incapaces de ver más allá de la superficie de un rostro.
Por el contrario, el siglo veinte define la figura del monstruo como representación de la cara indeseable de la naturaleza humana. El monstruo está condenado a redimirse o a morir en manos de la corrección política o de la moral vigente. El hombre que ríe actual no esconde tras de sí ninguna metáfora o enseñanza metafísica; es feo porque su naturaleza o su educación también lo fueron. Su única salida es la terapéutica; su destino es desistir de su maldad, reintegrándose en la sociedad, o por el contrario pagar por sus actos distópicos, entregándose o muriendo en manos de la justicia humana. Por otro lado, la posmodernidad concibe también al monstruo como un ser subyugante, seductor, inteligente (Lecter), pero no a la manera romántica, como una fuente de sabiduría o un arquetipo de pureza. El hombre que ríe posmoderno es imagen sin texto, espectáculo sin más, placer instantáneo, mero disfrute ante la contemplación de lo terrible actuando ante nuestros ojos, pero sin afectarnos. El espectador sabe que el monstruo morirá, porque de lo contrario deberíamos sentirnos culpables por gozar del horror sin penitencia alguna. El monstruo contemporáneo es un ser hedonista, entregado a sus impulsos, el sueño inconfesable de todo ciudadano civilizado.
Esta imagen del ser humano es profundamente simplista y conservadora. Todo vuelve a ser como al inicio de la película, pese a que el aparato pirotécnico articulado durante la trama parezca simular lo contrario. Antes de que apareciera el monstruo todo era perfecto. Aparece el monstruo. Debemos matarlo o hacerlo desaparecer de nuestras vidas, antes de que las destruya. Lo conseguimos, el monstruo muere. ¡Qué felices somos ahora que todo es como antes! En esta ecuación, el hombre que ríe se define como un mero objeto terapéutico, un detonante o macguffin (el joker) que hace mover la historia, generando emociones o modificando las conductas de los protagonistas. No se toma en serio al malo de la película. Quien conduce la trama es el bueno, nosotros, el espectador. Tras salir de la película, tan solo nos llevamos la experiencia fugaz de haber sido zarandeados en una montaña rusa de la mano del monstruo, pero nunca se nos ocurriría tomarnos en serio su mundo interior y, mucho menos, sus diabólicos actos. Nuestra bondad natural y urbanidad están aseguradas. El hombre que ríe del siglo veintiuno no tiene nada que enseñar al espectador, no habitan en su interior sentimientos o ideas con las que reformular nuestra existencia. Con su impúdico maniqueísmo, el cine contemporáneo -la cultura, por extensión- agota sus posibilidades transgresoras, anula la posibilidad de aprendizaje y con ello la sana esperanza de llegar a ser mejores. Por eso cualquier excepción es hoy una celebración del sentido común.
Ramón Besonías Román