Chapu ApaolazaDiario Vasco
Si algún director de cine rodara la película sobre la vida de Juan José Padilla, la banda sonora no sería 'Martín Agüero', ni 'Nerva', ni 'El gato montés'. Nada de pasodobles: para descifrar a Juan hay que pinchar 'Walk on the wild side', de Lou Reed, a todo volumen. Solo así se entiende el paseo por el lado más salvaje de la vida que un día decidió emprender el hijo de un panadero de Jerez, un tipo que más tarde se pasó por la barriga la muerte, el destino y los cuatro jinetes del Apocalipsis con caballo, lanza, casco y armadura. «Solo tengo miedo a defraudar», le soltó en 2004 a este periodista en el sillón de su casa de Sanlúcar, con su pequeña Paloma jugueteándole en las rodillas. Desde entonces cumplió el compromiso asesino que firman solo algunos toreros con el triunfo y con la gloria, un camino difícil sembrado de cristales que lo ha llevado hasta la cama del hospital Miguel Servet de Zaragoza, en la que está postrado después de que un toro le sacara un ojo y media cara de un pitonazo contra el suelo. «Evolución incierta», dice la doctora y la lógica manda que pierda la sensibilidad y el movimiento en el lado izquierdo de la cara y la visión en el ojo. Y el torero se vuelve a pasar la razón y al equipo médico por el Arco del Triunfo. Toreará «con parche» si es preciso. No es la primera vez que le ocurre. El viacrucis de Padilla por las enfermerías y los quirófanos comenzó hace 35 cornadas, mucho más de lo que cualquier cuerpo y mente podrían aguantar. Uno de los primeros 'tabacos' gordos se lo llevó de novillero en Arcos de la Frontera (Cádiz), cuando un toro le partió en dos el muslo. Ese fue el arranque de la canción salvaje de Padilla. El doctor Julio Mendoza, cirujano taurino de Jerez, descubrió que en la enfermería no podía operar y tuvo que trasladarlo en ambulancia a la ciudad. «Yo estaba muy asustado, pero todo salió bien». Aquel primer encuentro se repitió muchas más veces. A Mendoza (48 años con los guantes puestos), el torero le ha querido como a un ángel de la guarda y le ha engañado como un adolescente vacila a sus padres un sábado noche. Más de una decena de veces le ha hecho la misma jugarreta, siempre con la fe ciega y la obstinación irracional y desesperada de reaparecer. «Quedábamos pasado mañana para hacer una cura y de pronto se iba a torear con los puntos puestos y reaparecía vaya usted a saber dónde». Después llamaba alguien al doctor, nunca él, con la excusa de que el torero se había levantado bien. Al final lo curaba, pero si más tarde lo volvían a coger, se escapaba de los hospitales con el cuento de que en Jerez esperaban las manos sabias de Mendoza que le echaba unas broncas de órdago. Si la cosa se ponía fea y no le ofrecían ambulancia, Padilla, padre de dos hijos y marido de la bella Lidia, salía en el coche de cuadrillas con el gotero recién arrancado. Después, en la casa de Las Jaras, en Sanlúcar, un chalet con cabezas de toros y fantasmas con pitones paseándose por los pasillos, se levantaba la pantaloneta y enseñaba los muslos cosidos a cornadas y las trincheras en los músculos, el mapa de una carrera taurina en la que nadie le regaló nada: ni el toro, ni los despachos ni la prensa. Toreó en la cara oculta de la luna, lejos de las orgías artísticas de las figuras, allá donde los triunfos se pagan a sangre y fuego. El más grave de esos descosidos se lo hicieron en 1999 en Huesca, en la barriga, y lo destrozó por dentro. Pronto tomó las de Villadiego y apareció en Jerez doblado por el dolor y la fiebre. El drenaje no funcionaba y estaba al borde de la infección severa, con un abceso en el intestino. «No quería sueros, así que tuvimos que ponerle un tratamiento oral. Le limpiamos con un catéter engañado y así pudo mejorarse. A los días, reapareció. Tiene una fortaleza muy grande, por eso sale pitando de los hospitales. Una persona normal, con la mitad de sus lesiones estaría en una silla de ruedas». Debajo del traje de luces, Padilla ha vestido suturas, drenajes y todos los artilugios ortopédicos posibles. Fuera, al hijo del panadero solo se le veían las patillas, la sonrisa, la mirada loca de los toreros locos, los vestidos de dibujos extraños y las monteras al estilo de Paquiro y los toreros románticos de hace dos siglos. En ellos reconoce quizás el impulso descabellado de triunfar o morir, como cuando en abril de 2001 se fue a portagayola de la plaza de Illumbe en San Sebastián. En el pase, el pitón le entró, en un golpe seco, por debajo de la clavícula y salió por detrás de la nuca, del otro lado del cuello. Lo llevó por todo el ruedo prendido del asta, hasta que lo puso en órbita, el capote y las zapatillas tiradas en el suelo, inertes. «Me ha matado», gritaba al entrar en la enfermería. Cuando el doctor le metió los dedos y comprobó que todo estaba en su sitio, le dijo: «No tienes nada» y saltó de la camilla. El equipo médico tuvo que hacer una barricada en la puerta para que no saliera a matar al toro. Le convencieron para infiltrarlo, lo sedaron y operaron a traición. A los pocos días, reapareció en Santander como un espectro. Tres meses después, un 14 de julio de tormenta sanferminera, entró a matar y el pitón le volvió a partir el cuello, y una vértebra. Esta vez, el que quedó en el ruedo era él, boca arriba, con los ojos abiertos y los brazos ligeramente doblados hacia un cielo de escalofrío que rompió en un chaparrón histórico. Sonaron los móviles, temieron lo peor. El doctor Ángel Hidalgo, acostumbrado a lidiar con los corneados de los encierros, confesó que esa era una de las heridas más graves que había visto en su mesa de operaciones. Mendoza es aún más gráfico: «Sobrevivir a dos cornadas en el cuello es como sobrevivir a un rayo». Y Padilla, eterno Lázaro del toreo, regresó del túnel por el lado más salvaje. El 25 de agosto mató seis Miura, seis, en Bilbao. Días antes, había vuelto a San Sebastián. «¿Cómo estás?», le preguntó este reportero en el patio de cuadrillas. «Aquí, con el mismo traje -el de la cornada-», sonrió. Una mente poderosa «Una persona cualquiera sometida a este nivel de estrés tendría que estar ingresado y necesitaría la ayuda de un profesional para salir adelante», admite el psicólogo granadino Juan Francisco Delgado. Son de otra pasta, «mental y físicamente». En otro paciente, una lesión como la de la cara habría dejado secuelas en forma de ansiedad, miedos a enfrentarse al toro, de volver a la plaza, fobias diversas... Juan ya quiere regresar al ruedo aunque sea con parche. Paradójicamente, en el caso de los toreros, «enfrentarse a esas situaciones les ayuda a superar el miedo», detalla Delgado. El valor, de todos modos, tiene un límite. El cirujano Julio Mendoza precisa que la pérdida de la visión de un ojo limita «la percepción de distancias y volúmenes y de la aproximación de los objetos», tres nociones fundamentales para entrar a pie en el hotel de los toreros. Más milagros. En 2005, Padilla volvió a llamar a las puertas del cielo y de la suerte... y le abrieron la segunda. Pasó en Dax (Francia), cuando le dieron una cornada seria en un muslo. Cualquier otro hubiera pasado una semana a base de sopa de hospital; Juan saltó de la cama y al día siguiente estaba toreando en la plaza francesa de Béziers. Más tarde entró en los carteles de Bilbao y en San Sebastián indultó a un Victorino. Con ese historial, los amigos de Juan saben a ciencia cierta que se pondrá delante de un toro de nuevo, con parche, garfio o pata de palo. Otra cosa es cómo saldrá el experimento. Cosa de cábalas. Por ahora, bastan las caricias y los susurros de Lidia, los niños al teléfono y el descanso merecido del hombre de hierro.