El hombre, un ser de frontera

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
Decía Unamuno que “la conciencia de sí mismo no es sino la conciencia de la propia limitación”. Efectivamente, la experiencia, a poco que tenga algún peso dentro de nuestro particular bagaje, enseña que madurar consiste en ir recortando de nuestra personalidad aquellas espurias ampliaciones virtuales que nos hacían sentir que todo es posible, y que nos empujan en demasiadas direcciones, esto es, nos dispersan y distraen de lo que auténticamente somos.
Poco a poco (la vida es larga) hay que ir encogiendo el diámetro de salida de esa multitud de formas posibles de ser que manan como chorro de aspersión desde aquella personalidad difusa, pretenciosa, impetuosa y dispersa que caracterizó nuestra adolescencia, y concentrar nuestras energías dentro de un perfil de personalidad concreto y delimitado. Lo cual se consigue renunciando a ese cúmulo sobrante que en nosotros forma todo lo que hubiéramos podido ser pero que no somos. Ésa es también la manera de prevenir la caída en la improvisación, la desestructuración y la improductividad a que está abocado finalmente quien sigue pensando que todo es posible o, como decía Picasso en representación de esta época que es aún la suya, que “todo lo que puedas imaginar es real”.
Así que uno va adquiriendo su perfil a base de persistir en su proyecto de vida, de hacer que sus decisiones no se dispersen, fugaces, detrás de cada posibilidad, sino que, por el contrario, graviten hacia el núcleo que en cada cual configura su vocación, haciendo que los días se vayan acumulando cada uno con el siguiente, en tenaz persecución de lo que estamos obligados a hacer si queremos ser quienes somos, si estamos comprometidos con nuestro destino, si hemos de ser consecuentes con lo que a cada cual nos exige nuestra conciencia. Restringiendo el campo de nuestras decisiones, renunciando a muchas de aquellas con las que la imaginación nos tienta ofreciéndonoslas como aún posibles, es como vamos acotando, matizando, definiendo nuestro propio perfil, nuestra personalidad.

Como virtual ampliación de estas ideas, decía Ortega: “Frontera quiere decir algo así como perfil, y el perfil es lo que está siempre en cada cosa más amenazado, más expuesto, y es, por tanto, lo que hay que defender”. Está claro que no hablamos solamente de vicisitudes propias de las personas, sino también de las de los pueblos, y habríamos de escrutar las consecuencias que para ellos supone perder o desdeñar su perfil, su vocación común, su compartido proyecto de vida; en suma, la disolución o la desatención de sus fronteras, que es lo mismo que decir de sus limitaciones.
Marco Aurelio (121-180), el último gran emperador de Roma, después del cual, según Gibbon, dio comienzo en ella su decadencia, empezó a tener sutiles vacilaciones (de índole muy semejante a las que hoy tienen muchos, sobretodo en nuestro país) respecto de cuáles eran los límites de su nación: “Como Antonino, mi patria es Roma –decía–, pero como hombre es el mundo”.
En su tiempo habían comenzado ya las invasiones bárbaras, especialmente en la frontera con Germania. Como perteneciente a la dinastía de los Antoninos, es decir, "como romano", marchó a la frontera a encabezar personalmente el combate contra los bárbaros; a defender, pues, el perfil de su nación. Pero "como hombre", su atención empezó a dejar de estar alerta y legó esa parte distraída de su personalidad social a su hijo Cómmodo, que cuando su padre murió precisamente allí, en la frontera y entre sus soldados, en el año 180, detuvo inmediatamente la guerra y comenzó un, llamémosle al estilo posmoderno y zapaterista, “proceso de diálogo”, que condujo al establecimiento de tratados de paz que pronto los mismos bárbaros, advertidos de la entonces incipiente debilidad del Imperio, convirtieron en papel mojado. Julián Marías nos presta la conclusión: “Roma no tuvo la capacidad de imaginar las fronteras reales de la sociedad que constituía, y ésa es la razón fundamental de la crisis y la caída del Imperio romano (Análogamente, son muchos los que no saben que la sociedad en que vivimos se llama Occidente, o no saben imaginarlo)”.

Cuando uno se desentiende de sus fronteras, llega a tener la impresión de que es que no hay fronteras, de que los límites son cárceles que nos inventamos, de que no pertenecemos a ninguna nación ni a ninguna civilización, y que, por tanto, nada nos va en el hecho de defenderlas. Mientras creamos, como los adolescentes, que todo es posible (que todo da igual), que no tenemos más fronteras que el infinito, la personalidad se nos irá diluyendo entre ensoñaciones improductivas, modos de distracción que en las naciones y las civilizaciones concluyen en ese clímax de perplejidad que se produce al reparar en que ya está aquí “Atila ante portas”.