Desde que llegamos a este mundo, el hombre es un ser social. No nacemos por generación espontánea. Como engendrados por medio de unas relaciones (generalmente afectivas) entre dos personas de diferente sexo. Además, estos suelen estar inscritos en marcos de referencia más amplios. Por tanto, no nacemos primero para después entrar en la sociedad; somos desde el nacimiento un ser constitutivamente social. Ello se refleja de muchas formas en la vida.
Lo primero en la experiencia del niño es la presencia de la madre, su alter absoluto, su “allí” desde el cual y sólo desde el cual todo comienza a explicarse y a adquirir sentido. Ella, aunque no lo desee, suplanta absolutamente la propia personalidad del recién nacido.
Más tarde, la madre va dejando de ser el centro desde el que el niño vive, para ser un allí-yo. El niño va creando su propio yo.
En un tercer momento, el niño se hace adulto. Entonces se sacude el yugo materno, y es un yo-aquí, un ser autónomo y autoconsciente.
Sin embargo, aún falta un nuevo paso para que el yo sea un yo real: alargarse en el nosotros. No sólo en su origen el ser humano está relegado a los otros, sino que en su fin tampoco puede prescindir de los demás. Y ello de un modo tan distinto al animal, que no se trata de que exista un yo y a su lado otros yo simplemente juntos físicamente (así sucede en el rebaño), sino de que mi yo no puede llegar a ser mi yo sin el nosotros, pues ni siquiera es posible que el hombre se conozca a sí mismo y pueda dar razón seria de sí mismo sin el reconocimiento paralelo y simultáneo del yo en el tú y del tú en el yo. La percepción del tú es también una forma de autoconsciencia, y la conciencia del yo es sin duda una autoconsciencia recognoscitiva en el tú, siendo a la vez el yo y el tú imposibles sin la conciencia del nosotros.
Si detrás de cada hombre no hay un entrelazado diabólico con los demás hombres y la sociedad entera, no hay más que el “buen salvaje”. Esto no impide que el hombre pueda retirarse temporalmente para meditar sobre su yo, para pensar sobre el sentido de su convivencia y su sociabilidad: es necesario saber entrar en soledad, en la soledad del diálogo con el mundo del que procedemos, para saber darse nuevamente al mundo. La persona es un dentro que necesita un fuera, un fuera que necesita un dentro.
Un saludo desde Academia Cruellas