Si se lo está preguntando, la respuesta es sí: esta es otra versión de la novela de Stevenson (1886), la historia del científico ambicioso que inventa una pócima para disociar la pureza (archi-victoriana) de la maldad (soldada aquí a los instintos sexuales y agresivos), usa su propia personalidad para ver los resultados, terminando el experimento en un caos irreversible y vergonzoso que conduce a su creador a la muerte (de los otros y de sí mismo).Un film de la Paramount que, comparada con las estrenadas ese año (Drácula y Frankestein) ya parece pasada de moda: la cinta, la apuesta por el cine mudo, los rótulos, el titubeo entre el drama y el terror, hasta los atuendos a lo “Ricitos de Oro” que luce la prometida del Doctor Jellyk…
El dato podría ser menor pero viniendo de una película que inauguró el mismísimo Festival de Venecia (1932) y que rebalsa de madurez técnico-estética, los desfasajes temporales suenan más bien a estrategia conceptual. Tal vez porque no deja dudas de que el conflicto interno entre (lo que la sociedad supone) el Bien y el Mal es tan viejo como una pieza arqueológica. Porque se adelanta casi treinta años a l auge del cine de terror psicológico y, así, simula aún mayor precocidad. O porque, como diría el Buen Capusotto, “está hablando del faso”, demás psicotrópicos y efectos derivados (placeres, tormentos, síndrome de abstinencia). Quizá por nada de esto y mucho más.