"EL HOMBRECILLO" - 1
Hacía meses que dejé de añorar París. Por entonces hubiesecambiado el recuerdo de los bulevares en primavera por una cama caliente, o elperfume de sus mujeres por un rincón sin ratas. Sí; hubiera renunciado a ver denuevo el sol entre sus acacias con tal de que cesara el tormento del barro.Pero como todos, me rendí. Ni siquiera me importaba que sobre las páginashúmedas del cuaderno, la tinta se diluyera dejando un rastro apenas azul, másacuático que el agua misma.
Sóloel silbato del sargento Lebecq era capaz de agitarnos y hacer cambiar nuestraindolencia por la incertidumbre del avance. El chasquido de las bayonetas alencajar en los fusiles nos aturdía, pero se hizo tan familiar como lasbofetadas a Pignon para que dejase de llamar a su madre. Aquella reiteraciónacabó aburriéndonos.
Pignon. El primero al que escuché hablar delhombrecillo.
Pero el silbato enmudeció y en las tresúltimas semanas, empantanados en la trinchera como animales hechos de tierramojada, aceptábamos cualquier incidente que nos hiciera abandonar la desidia.
Así sucedió cuando nos formaron paracontemplar el fusilamiento de Bouchet. A pesar de todo, agradecimos aquelepisodio que rompía nuestra rutina. Bouchet, el carterista de tranvías al queno se le ocurrió otra cosa que robar la pistola al sargento. La vendió duranteun permiso a sus amigos hampones de Pigalle en una deserción que duró tressemanas.
Allí estaba. Maniatado al poste y vendados losojos con una tira de polaina. A mi lado, a media voz, Pignon continuabahablándome del hombrecillo con entusiasmo. "Debes ir a verlo" dijo unsegundo antes de la descarga. Con la cabeza caída y las manos atrás, Bouchetpareció que observara hormigas en un camino. El sargento Lebecq estrenó supistola nueva dándole el tiro de gracia en la sien. En su mano, el arma relucíapavonada como una joya blanquinegra. Había sustituido las cachas reglamentariaspor unas de nácar.
Volvimos lentos, viscosos en nuestrosuniformes de lodo. La lluvia se encargó de recluirnos en nuestros agujeros yallí retomamos las barajas y el tabaco húmedo. Se machacaban con piedras lospiojos de las costuras y se escribían cartas que nunca llegaban a su destino.Las esposas y novias quedaron como algo lejano, tan censuradas en la memoriacomo los torpes renglones que traducían su recuerdo en algo abyecto en lasletrinas, en las filas de hombres que se masturbaban contra la pared.
Asumimos aquella situación como perpetua y losrumores que se propagaban sobre el final de la guerra sólo llegaban a interesara los recién llegados, muchachos cada vez más jóvenes que se presentabanimpetuosos en la trinchera pero que temblaban como ovejas en cuanto la tierraexpansionada por los obuses que caía sobre nosotros se acompañaba de cuerposdesmembrados. Pignon, y luego los veteranos que volvían paraincorporarse apenas recuperados del hospital, seguían hablando de aquelhombrecillo inglés. Todo París se había entregado a él para olvidar la locura ycon ella, a nosotros. "Es mejor que Max Linder", decían a gritos enel fragor de alguna escaramuza aislada.
Ganéla libertad de una manera grotesca ya que fue en premio por un acto en el queno participé. Incluso el sargento Lebecq me colgó una medalla en una ceremoniamecánica y desganada que se desarrolló en su madriguera. Sobre la mesa deformepor la humedad reposaba su pistola, la luz de un quinqué de petróleo hacíarefulgir el nácar. De nuevo tuve que contar la patraña que me hacía héroe a susojos, porque cuando llegué al nido de ametralladoras aquellos alemanes yaestaban muertos. Apuñalé sus cadáveres para simular la acción heroica y sólo mequedó esperar un testigo que validara la hazaña. A mis pies, los cuerpos sin vida de dosmuchachos de bigotes rubios casi esbozados, me valieron una semana de permiso.
(Continuará).
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