"El hombrecillo" - y 3

Publicado el 02 noviembre 2011 por Sap
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"EL HOMBRECILLO" - y 3
Laciudad me aturdió desde el momento que bajé del tren en la estación de SaintLazare. Los andenes estaban repletos y fueron como el último vestigio de lo quesucedía a cientos de kilómetros. El límite donde se acotaba la epidemia. Lainmersión en la alegría de los soldados que regresaban anulaba la presencia delos que tenían que volver, los organismos infectados en los que nadie queríapensar. Hacía apenas dos años que yo fui uno de ellos, pero aquel tiempo sehabía convertido en un milenio insalvable. Lo comprobé en la cantina. Laalgarabía de las novias y las madres, la suma de los pequeños ruidos que hacíanal entrechocar los vasos y los platos, las voces, el acordeón de un mendigo, todo meatemorizó. Me sentí incapaz de comer o de moverme con tranquilidad y salí deallí.
   Fuera de la estación la vida se desarrollabano sólo con normalidad sino con exaltación. París era una fiesta y sushabitantes habían decidido decir adiós a las armas. Creí por un momento quepodría retomar lo que una vez me perteneció, lo que nos perteneció a loshombres del barro. Pero comprobé la imposibilidad de mi deseo por la evidenciade que la gente que se iba cruzando en mi camino, reidora, despreocupada,vestida de domingo, nos había olvidado.
   Cuando fui a pagar la copa que tomé en unbistrot, encontré en el bolsillo las cartas de Pignon. Las rompí en pedazos alsalir y la templada brisa de la primavera los esparció por la acera. Nuncaregresaría. Nada me vinculaba ya al lugar de donde había vuelto. Ni siquieraunas cartas para entregar.
   La Rue des Troyannes estaba cerca y medirigí a ella tratando de aplazar el encuentro con Dominique. En el trayecto,los carteles fijados en las fachadas que animaron al alistamiento habían sidosepultados por otros con la efigie del hombrecillo. Cuando llegué alcinematógrafo tuve que guardar una larga cola. A pesar de mis ropas civiles,los que la formaban me miraban como si fuera transparente. Encontré un sitiolibre en las últimas filas, entre familias que deseaban terminar el domingo conalgo que les divirtiese. Cuando se apagaron las luces para comenzar laproyección y el pianista hizo sonar los primeros acordes, noté que me habíaorinado encima. Pero el hombrecillo apareció en la pantalla y el públicocomenzó a reír nada más ver su rostro.
   Se celebraban todos sus gestos y sus muecascómicas. El hombrecillo huía de sus perseguidores pasando bajo las piernas odaba una patada a un gigantón de grandes cejas. Reposaba y se limpiaba las uñascon la punta de su bastón de bambú. Las carcajadas ocultaban la música delpiano. En poco tiempo yo mismo reía contagiado por las imágenes de la pantalla.El hombrecillo se encontraba desvalido en aquel balneario tan lleno deenemigos. Como si alguien lo hubiera internado allí por error para olvidarsedespués de él.Recordé a Dominique sin ningún tipo de pesar pero con el mismo miedo. Mesorprendieron mis propias carcajadas igual de intensas que las que deformabanlas caras y humedecían los ojos de cuantos me rodeaban. El gigante de las cejascaía en un estanque y el hombrecillo le pasaba por lo alto levantando el bombíncomo disculpándose. En su ágil pequeñez estaba su fuerza. Olvidé que el asientoestaba mojado por mi propio orín como si ocupara el lugar de un niño tandesvalido como el pequeño héroe.
   Pignon, Lebecq, Bouchet y todos los demás lohubieran entendido. Cuando me levanté, varios espectadores de atrásprotestaron. Incluso uno quiso obligarme a sentarme de nuevo tirándome de unamanga. Entonces saqué la pistola. No tenía sentido retrasarlo más. En laoscuridad de la sala, el haz de luz arrancó destellos de leche al nácar. Alverla, algunos gritos cercanos no consiguieron silenciar las risas y lospalmoteos. El fogonazo del primer disparo iluminó de color todo el blanco ynegro en que estaba inmerso. Hirió al pianista provocando una nota discordanteque ya nadie escuchó. Tuve que disparar una segunda vez para que el ruidollevara al público a agolparse en la puerta de salida. Alguien, uno cualquiera,cayó al suelo. Nada diferenciaba los gritos de aquella gente que se pisoteabade los que daban los heridos amputados. En torno a mí se escondían entre losasientos tratando de ocultar la cabeza con las manos. Mientras, en la pantallase sucedían las persecuciones y los golpes sin que nadie les prestara atención.Disparé dos veces más a la multitud congestionada. Nunca volvería. Jamás. Unhombre quiso detener mi brazo y le volé la frente, otro se llevó una mano alpecho y me miró fijo mientras caía. Se mataban entre ellos al intentar huircomo una jauría de perros salvajes. No me interesaban. Allá en el fondo, elhombrecillo besaba a una muchacha y luego tapaba el beso con el sombrero. Fueirremediable porque ya nada quedaba en el cargador.
©Sap
es.humanidades.literaturamayo, 2005.

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