Imaginemos al primer homo erectus que descubrió el modo de manejar fuego. Ahí está, intentando explicar a sus congéneres el proceso vía gruñidos. Visualicemos los rostros de terror y estupor al contemplar cómo, mágicamente, el homínido más valiente se atreve a llevar chispas incandescentes de un lugar a otro. Las hogueras se encienden, el frío se aleja. Los alimentos se tuestan sobre brasas. Una parte de la comunidad homínida está agradecida. Solo una parte, por supuesto: paralelamente se forman facciones contra el desarrollo; grupos de envidiosos, chamanes, vividores o adoradores del inmovilismo. Ochocientos mil años después el “que me quede como estoy”, sigue siendo la religión atea más extendida; se basa en el rechazo a cualquier novedad. Por si acaso.
En una sociedad acomplejada y miedica la energía renovable representa el fuego del homo erectus, el pensamiento no lineal, la otra cara de la verdad… representa el cambio que podría revolucionar la sociedad desde los cimientos. Y nadie se atreve a dar el paso, hasta que alguien lo hace.
Los detractores inmovilistas se han quedado sin argumentos, especialmente sin el clásico pilar de toda discusión en contra de las alternativas limpias: la rentabilidad. El coste anual de la energía se verá reducido en un 23%. Pero en El Hierro no se detendrán ahí; quieren llegar mucho más allá. Intentarán que en el 2020 todos los vehículos de sus 10.000 habitantes sean eléctricos.
Desde la península vemos los avances de la pequeña isla y nos rascamos el cogote, como los primeros homínidos miraban a distancia, con cara de idiotas, encender fuego. Gruñimos, y el gobierno trabaja para desmontar las energías renovables. Gruñimos, y las centrales nucleares se descomponen de pura vejez. Y nos miramos los unos a los otros, sin movernos ni entender demasiado qué está ocurriendo, con cara de cejijunto y patidifuso homo erectus.