Desde el primer día que la vi no me la he sacado de la cabeza. La trajeron de repente al colectivo de la hortaliza y la pusieron de coordinadora. Quién sabe de dónde vino, porque nunca antes la había visto en el Campamento, y eso que soy gavilán para las pollitas. Quizá se pasó del otro lado, o estuvo herida, o quizá es una compa y la anduvieron escondida. Vaya, me dije, por lo menos una mujer que está algo buena. Pero la verdad es que al principio algo me ahuevaba la mujer con esos aires de jefa que se gastaba, reclamando a todo mundo, igual hembra que varón: “que si dónde están las semillas de las sandías”, “por qué no está hecho el almácigo para las zanahorias”, “que si cuándo van a traer el dichoso fertilizante”. Y bueno, yo hacía lo que podía para no cometer torpezas pero no todo depende de uno en la cadena de distribución. Y le echaba mis horas ayudando en organizar la bodega, revisando los albaranes que eran un puro desastre de desordenados que estaban, en rellenar los bidones de agua, en conseguirle algunos tablones para hacer más estantes. Y ella siempre seria, sin agradecer mis desvelos.
Como era bonita, me arreglaba un poco más para no parecer plebe: la camisa abotonada, el pelo engominado, el pantalón todo chivo. Porque ya le había notado que ella me miraba con ojos golosos, no de jefa, sino de mujer; ojos que me sonreían aunque la cara estuviera seria. Y yo, pues también la miraba con ojitos tiernos, que en aquellos días no tenía ninguna novia a la que guardarle las ausencias.
Así anduvimos mareando la perdiz un tiempito, hasta que una tarde en que se me paró delante con todo su mujerío. Yo estaba sentado en el suelo de la bodega, organizando los clavos de hierro, que estaban todos revueltos. Cada uno lo ponía donde le correspondía: los de cinco pulgadas en la caja de los de a cinco, los de a tres en la caja de a tres, y así con todos, porque luego no había tales de hallar el clavo que uno necesitaba. En esas tareas andaba, que ya se había pasado la hora de salir, cuando ella se me paró delante, casi encima, con el vuelo del vestido a la altura de la nariz y las botas justo entre mis piernas.
−Bueno, ¿y qué ondas contigo?
Nada más decírmelo yo ya supe que íbamos a dormir juntos esa noche, antes de alzar el rostro y sonreírle. Y mientras me ponía de pie para verle de cerquita el rostro, que casi se le sonroja, y acariciarle con las yemas de los dedos esa piel trigueña que era como de terciopelo, ya sabía que la maniobra me iba a traer problemas porque, aunque no esté escrito en ninguna parte, nadie acepta que una refugiada se junte con un hondureño.