Alguna vez coincidimos en la escuela de nuestros hijos en 62 y 5ta avenida, Playa. Una vez lo conté en un post –también brindé ese dato que doy ahora– y una maestra me contactó para decirme que “la Guevara” , como le decían, había estado indagando por mi familiar. Por suerte, hoy se encuentra lejos de su alcance y deseos de venganza.
En aquella ocasión comenté sobre la arrogancia, prepotencia y altanería con que se manifestaba y manipulaba a los que la rodeaban. En realidad, la directora de la escuela era ella, a quienes la directora oficial y los maestros movían la cabeza en asentimiento constante, temerosos de una queja de aquella gorda con ínfulas de comandante, independientemente la causa y la razón, significaba la expulsión del establecimiento ipsofacto. Esta mujer, bruta como una mula, se movía en aquella escuela como una triunfante guerrillera.
No olvido –aún al recordarlo me causa pena ajena– luego de esta barbuda lampiña vivir cuarenta años en Cuba, tuvo la misión de visitar la Argentina, y a su regreso fue a recibirla a la terminal aérea Fidel Castro. Se televisó como acto oficial, y la lectura de su horrendo discurso con pésimo acento porteño, fue el comentario nacional. Fidel Castro hacía evidente a través de su rostro el malestar que le causaba aquel ser, inevitablemente repulsivo.
Recuerdo a un amigo que me decía que “hay personas que no se conforman con ser estúpidas, sino que ellas mismas se encargan de que todos lo sepan”. Vanagloriarse de ser la hija de un asesino que firmó cientos de fusilamientos sin procesos judiciales justos, solo es aceptable para una desvergonzada e intelectualmente débil; pero que otros se presten para hacerle de público, es un desacierto arrastrable de por vida.
Ángel Santiesteban-Prats
13 de abril de 2015
Prisión Unidad de Guardafronteras
La Habana