Robert Duncan MilneTraducción de Charlie Charmer
Parte I
"La goleta Aileen que acaba de regresar de la bahía de Papúa con un cargamento de nuez moscada y corteza de massoi [1] informa haber avistado un monstruo extraordinario en los pantanos que se alinean en la costa oriental de la bahía. Era claramente visible a una distancia de cuatro millas del punto donde la goleta estaba varada, quebrando y arrancando en su camino los árboles de alcanfor y palmeras sagú, tal como el capitán Biggs lo describe, con la misma facilidad que un cerdo a través de un campo de patatas. El capitán dice que, a juzgar por su aspecto a esa distancia, no puede haber medido menos de veinticuatro a treinta metros de longitud. Dice que, a veces, se levantaba sobre sus patas traseras y que entonces su cabeza sobresalía claramente entre las copas de las palmeras. Lo examinó con los prismáticos, y dice que nunca vio un animal como aquél, al que compara con un oso por sus características generales. El capitán Biggs es una persona sobria y de fiar, no dada a contar cuentos y, como la circunstancia es atestiguada por los seis hombres de su tripulación, ofrecemos su comentario. He aquí una buena ocasión para nuestros cazadores locales."- Brisbane Courier, 6 de enero de 1882.
El párrafo anterior, tomado de un diario reciente de Queensland (Australia) que me envió un amigo, atrajo mi atención hasta exclamar: "¡Bah! ¿Estas serpientes marinas y boojum-snarks [2] han comenzado a atacar a los testarudos australianos con su fermento? ¡Pues bien!" Y al minuto siguiente se borró de mi memoria. Probablemente nunca habría vuelto a pensar en ello, si no fuera porque una circunstancia singular lo hizo aflorar, y le dio suficiente importancia ante mis ojos como para convertirlo en texto, por así decirlo, de la siguiente narración.
La otra mañana fui a dar una vuelta y llegué por casualidad a la Biblioteca Mercantil, en Bush Street, y observando que varias damas subían del sótano, la curiosidad me incitó a averiguar qué estaba sucediendo allí. Al entrar en la sala me encontré con que se había convertido en una especie de museo: estaba llena de ejemplares del reino animal y del mineral, muchos de ellos tan hábilmente imitados y tan inusitadamente naturales como para engañar, si fuera posible, aún a los escogidos, biológicamente hablando. En el suelo, había agrupados huesos de animales largo tiempo desaparecidos; junto a ellos yacían colmillos de sorprendente desarrollo, que pretendían ser reproducciones exactas de los originales sitos en galerías europeas. En el centro de un plataforma elevada cercada con barandillas, había un monstruoso y gigantesco elefante, que una pancarta decía ser una reproducción exacta del mamut que fue encontrado incrustado en el hielo del río Lena, donde su ataúd de cristal le había preservado para quién-podría-decir-cuántos miles de años. Una criatura de diez metros de largo por cinco de alta es digna de más que una mirada al pasar, y yo me quedé examinando sus piernas como columnas, la piel peluda y los enormes colmillos, y calculando si el original de aquella enorme mole podría haber llegado a alcanzar o no una tonelada, cuando una voz a mi lado me sacó del ensimismamiento:
"Un bestia mu grande, señor; pero la he visto más grande."
Mecánicamente, me volví e inspeccioné al orador, un hombre bronceado, barbudo y curtido de unos, yo diría, cincuenta años, vestido de marinero, inclinado descuidadamente contra la barandilla mirando al mamut.
"¿La ha visto más grande? ¡Ah!", repetí absorto, cogiendo vagamente, al principio, el significado de la observación.
"Sí", dijo el hombre, con bastante más énfasis, "La he visto más grande. Es más, diez veces más grande. Diantre, ese mamú es un peazo de la bestia que yo vi. Era tan grande como ésa cuando nació.”
Entonces, me di la vuelta y miré al hombre cara a cara.
"Mira, amigo", le dije: "Yo no sé por quién me tomas, pero te puedo asegurar que es inútil que trates de marearme con ese tipo de cuentos. Me jacto de tener suficientes conocimientos de historia natural y de las leyes de nuestro planeta para darles ninguna credibilidad" Y tras realizar esta proclama, me detuve para presenciar su efecto. No hubo ningún efecto. El hombre simplemente me miró a la cara y dijo:
"Puedo ver que es un hombre educao, señor, y mejor estudiante, tié más libros estudiaos, sin duda, que yo; pero le digo, tan seguro como que está ahí delante mío, que estoy diciendo la pura verdad cuando le digo que he visto una bestia diez veces más grande que ese mamú, y estuve allí también cuando salió del cascarón."
Observé al hombre de cerca y críticamente para detectar, en la medida de lo posible, qué objeto pudiera tener para jugar con mi credulidad, pero no pude extraer nada de su franco semblante y su aparente sinceridad de expresión. Decidí, por tanto, simular que le creía, y sonsacarle la verdad.
"Y, disculpe, ¿en qué parte del mundo vive esta extraña criatura?", Le pregunté.
"En Papúa, o como algunos la llaman, Nueva Guinea, una gran isla al Norte de Ostralia; tal vez usted ha oío hablar de ella. Y por lo que sé, la bestia está allí entoavía", respondió el hombre.
De repente, cruzó por mi mente el recuerdo del párrafo del periódico australiano, que acabamos de citar, y no pude dejar de conectarlo con la afirmación de este hombre. ¿Sería posible, pensé, que pudiera haber algún germen de verdad en estas historias extrañas y caprichosas de criaturas toscas y gigantescas en remotas tierras salvajes, raramente hoyadas por la pisada del hombre? ¿Sería posible que, bajo ciertas peculiares condiciones y extraños auspicios, algunos ejemplares aislados de razas largo tiempo extintas pudieran sobrevivir todavía? Aunque la idea parecía absolutamente improbable, debía confesar que no era ni lógica ni naturalmente imposible, y decidí escuchar lo que este hombre tenía que decir y obtener, si no otra cosa, al menos algo de entretenimiento de su historia. Por la conversación supe que el capitán Sebright (que ahora trabaja de piloto en la bahía) residía en Jessie Street, y acepté una invitación para visitarle esa misma tarde y escuchar su historia, además de examinar algunos documentos en su posesión en torno al tema.
Durante el transcurso del día, me encontré con mi amigo W__, una de las lumbreras de la Academia de Ciencias, y le convencí para que me acompañara en mi visita vespertina, aunque me costó soportar una sonrisa de conmiseración y superioridad. De modo que llamamos al capitán y, después de los preliminares habituales, nuestro anfitrión nos introdujo en su historia como sigue:
"No sé si ustedes han estao alguna vez en los Mares del Sur, caballeros, pero entre ustedes y yo, hay más sitio allí pa’ cosas raras que en cualquier otra parte de la Tierra en la que yo haya estao. Si hablamos de su vegetación, sus árboles, sus divertíos pájaros, sus esóticas bestias… apuesto a que no encontrarán na’ parecío en absoluto en ningún otro lugar. Lo más extraño que he visto en cuestión de bestias, lo he visto en la isla de Papúa. Si tien’ tiempo, les contaré cómo era, y entonces, creo, pensarán lo mismo que yo. Fue justo hace dieciséis años, tal vez un poco más o menos, que me embarqué frente al mástil del bergantín Mary Chester, de Wellington, Nueva Zelanda, con un cargamento de carbón pa’ Singapur. Era el mes de octubre, y el capitán tomó el paso al Norte a través del Estrecho de Torres. Bueno, nos las apañamos bien hasta el Cabo Rodney, ande un tifón nos embistió y, antes de que pudiéramos cambiar las velas, habíamos escorao y estábamos nadando por nuestras vidas. Uno de los botes se soltó en el jaleo, y Ben Baxter, el contramaestre, y yo subimos a él, y desde dentro ayudamos después a subir al señor Ince, que era el segundo de a bordo, y nunca volvimos a ver a naide más de la tripulación, en parte alguna.
Había remos en la barca, y pusimos rumbo a tierra, pero el viento nos desplazó lejos, hacia el interior del golfo de Papúa. Condujo por nosotros, calculo, día y medio, hasta que quedamos varaos en un banco de lodo y tuvimos que vadear hasta llegar a tierra. Los nativos vinieron a observarnos, atemorizaos, pero se fueron tranquilizando poco a poco y después fuimos con ellos a una especie de pueblo que tenían, a unos doscientos o trescientos metros de la costa. Les recuerdo que en aquellos tiempos naide sabía na’ acerca de los negros que vivían en Papúa. No comerciaban en aquellos días con Ostralia, ni con otros países, porque la gente conseguía las especias y los pájaros con mayor facilidad en las islas al Oeste, y no tenía necesidad de ir a Papúa. Había algo de comercio en la costa norte de la isla, pero la zona en la que habíamos naufragao estaba hacia la esquina Sur-este, y la raza que vivía allí era mu distinta de la gente que vivía a mil millas de distancia, en el otro extremo de la isla, como un negro de un malayo. Se rumoreaba que eran caníbales, y al principio tuvimos un poco de miedo de que pudieran tener carencia de carne fresca; pero nos trataron de primera y no hubo problemas. Desde el primer día que llegamos allí, mantuvimos una viva búsqueda de un barco, y les preguntamos por señas si había pasao alguna vez algún barco por allí, y el señor Ince hizo un dibujo de un barco en su cuaderno, pero movieron la cabeza y se rieron, y quedó claro que ningún barco había pasao nunca por allí.
Debo decirles que la corriente había sacao al barco del lodo la primera noche, y lo estrelló contra un arrecife de coral, y estaba tan destrozao que no pudimos hacer na’ por él, y los nativos no tenían herramientas que sirvieran pa’ la carpintería. Así que no había más que quedarnos ande estábamos o ir a alguna otra parte de la isla. Hacia el Norte y el Este no se veían más que montañas nevadas, y al Sur no había na’ más que pantanos y bancos de lodo, y bosques de árboles de alcanfor y similares, mientras que ir al Oeste significaba alejarse del mar, así que, como quiera que sea, decidimos quedarnos ande estábamos durante un tiempo. Los negros nos dieron una choza pa’ vivir, hecha con velas dobles de estera -que es el material con el que los malayos hacen sus chozas- y de manduca tomábamos lo que ellos tomaban. No faltaban naranjas, bananas y cocos; y carne de canguros y las presas pequeñas que podían atrapar o cazar con flechas. No olviden que los negros viven de un modo bastante confortable pa’ ser salvajes.
Allí era la estación lluviosa y el sol caía directo sobre nuestras cabezas, así que el señor Ince, el segundo de a bordo, se hizo un cuadrante de un trozo de tablón con la navaja de Ben Baxter y nos dijo que estábamos a unos 7º 30' Sur y 145º 30' Este, y en consecuencia, justo a la altura del golfo de Papúa. El barco naufragó el veintitrés de octubre, y el señor Ince dijo que era pleno verano en esa latitud, porque el sol viajaría al Sur durante los próximos dos meses y el próximo pleno verano llegaría sobre mediaos de febrero, cuando el sol alcanzara el cénit de nuevo, avanzando hacia el Norte.
Bien, caballeros, los salvajes era el pueblo más feo que jamás se hayan cruzao. ¿Labios delgaos? Supongo que no. ¿Narices como ollas de tres patas, planas y con dos grandes agujeros al fondo? ¡Oh no! ¿Pintura? ¡Dios mío! Si no eran las estampas más decoradas que he visto, pueden ahogarme hasta que muera. Diantre, se echaban la pintura encima como si no costara na’, y na’ más; y las mujeres no se amilanaban más que los hombres. Pero eran el pueblo más amable que nunca verán; y si alguien viene a decirles que los papúes son caníbales, díganle de mi parte que, al menos con los que estábamos, han avanzao mucho en su discernimiento, aunque dicen que los que viven en el interior del país tardarán menos en engullirte. Sus cabañas, hechas de esteras de cocotero, mantienen la lluvia fuera mucho mejor que el lienzo, como pueden juzgar de que hacen sus ollas y baldes del mismo material.
(Continuará...)
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[1] El Cryptocarya massoia es un árbol de la familia de los laureles cuya corteza se utiliza con fines aromáticos y terapéuticos.
[2] Se trata de un animal ficticio, inventado por Lewis Carrol (1832-98) en su poema La caza del snark (1876, Mc Millan Publishers).