Se trata de The iguanodon’s egg, de Robert Duncan Milne, publicado originalmente el 1 de abril de 1882 en la revista de San Francisco “The Argonaut”, y su continuación The hatching of the iguanodon, aparecida la semana siguiente en la misma publicación.
La primera referencia literaria a los dinosaurios [1] es un simple guiño en el primer párrafo [2] (mayo 1852) de Casa desolada de Charles Dickens, que no vuelve a referirse a fauna extinta en toda la obra. Es decir, no se trata de un relato sobre dinosaurios. Es de destacar también que, pese a que diez años antes Richard Owen ha bautizado al género, Dickens no utiliza el término “dinosaurio”.
En cuanto a la archiconocida Viaje al centro de la Tierra (1864) de Julio Verne, es sabido que no aparece en la misma un solo ejemplar de dinosaurio, pues los ictiosaurios y plesiosaurios que los protagonistas se encuentran en su periplo no ostentan tal condición.
Es comprensible que sean otro tipo de lagartos, en lugar de saurisquios y ornistiquios, en los que se fijen los escritores de finales del siglo XIX. Cuando en 1870 Cope y Marsh comienzan su “guerra de los huesos” sólo se conocían en Norteamérica 18 dinosaurios diferentes. Entre ambos describieron más de 130 nuevas especies dinosaurinas [4].
El primer autor en comprender el potencial para la ficción de los “lagartos terribles” fue el escocés Robert Duncan Milne.
Milne comenzó a publicar en The Argonaut en 1878 y fue muy popular entre los lectores, por lo que sus relatos aparecen con frecuencia en portada. Este pionero profesional de la ciencia-ficción murió en San Francisco el 15 de diciembre de 1899, tras ser atropellado por un autobús, antes de poder llegar a compilar su obra en tapa dura [6].
No se encuentra entre éstos The iguanodon’s egg y su continuación The hatching of the iguanodon (1882), que tampoco han sido traducidos aún al español… hasta hoy. La originalidad de Milne no se limita a haber redactado la que posiblemente sea la primera trama con dinosaurios como invitados estelares, como hemos tratado de exponer. La figura del huevo que da título al relato es revolucionaria de por sí, pues cuando lo publicó todavía no se habían encontrado los primeros huevos atribuidos a dinosaurios [9].
Y podríamos considerar la tesis que plantea Milne como un primitivo antecedente de Jurassic Park… pero no adelantemos acontecimientos. No te pierdas, a partir de mañana, las aventuras del capitán Sebright en la remota Papúa. La emoción, 133 años después, continúa estando asegurada.
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[1] El paleontólogo Edward Hitchcock había publicado en 1836 el poema The sandstone bird inspirado por una icnita de dinosaurio, pero él la atribuyó a un pájaro preadamita.[2] “Londres. Acaba de terminar el primer trimestre académico y el rector está sentado en la taberna de Lincoln. Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas se hubieran vuelto a retirar de la faz de la Tierra y no fuera increíble encontrarse con un megalosaurio de doce o más metros subiendo como un lagarto gigantesco por Holborn Hill.” –traducción propia-; Dickens, Ch. (1853) Blake house. Londres: Bradbury & Evans.[3] Tanto para ilustrar este carácter pedagógico como para ubicarnos históricamente en cuanto a la imagen que del protagonista de nuestra historia tenían sus coetáneos, reproducimos a continuación la descripción que hace del iguanodón –traducción propia- tras cruzarse con un mosasaurio: “Este es otro (el Iguanodon mantelli, Cuv.) que, por su longitud, no desmerece en nada al anterior, sino que le gana con mucho en tamaño. Su masa corporal se apoya sobre cuatro patas enormes, mucho más grandes que las del más grande elefante; así su vientre no toca la tierra como el de otros lagartos, lo que le da un toque muy original. Este monstruo colosal, dotado de una fuerza prodigiosa y una armadura de escamas impenetrables, no habría tardado en destruir a los habitantes de la tierra si la naturaleza le hubiera dotado de la misma voracidad que a su compañero; pero, afortunadamente, no se alimentaba más que de vegetales; vivía en los pantanos y lagos de agua dulce, donde pastaba plantas acuáticas.”; Boitard, M. (1861) Paris avant les hommes. París: Passard.[4] Sanz, J.L. (2007) Cazadores de dragones. Barcelona: Ariel.[5] Ése era el nombre que recibían los que acudieron a California en busca de oro a partir de que se descubriera en 1848, como Jasón y sus argonautas en busca del vellocino.[6] Al parecer un tío pudiente le envió 2.000 $ con este fin, pero tuvo que hacer frente a otros gastos.[7] Moskowitz, S. (1980) Science Fiction in Old San Francisco: 1 History of the Movement, From 1854 to 1890. New Hampshire: Donald M.Grant.[8] Las reediciones se han ido sucediendo desde entonces. La última que he encontrado es esta versión en formato audiolibro narrada por Nicky Henson, de W. F. Howes Limited (Leicestershire, 2014).[9] Jean-Jacques Poech pensó que los que había hallado él en 1859 pertenecían a un ave gigantesca. Diez años después Philippe Matheron descubre otros junto al hypselosaurio (que creía un cocodriliano en lugar de un saurópodo) y duda si serían de éste o de ave; P. Gervais los atribuyó a una gran tortuga en 1877.