Revista Historia

El impuesto sobre las barbas o la forma de modernizar Rusia a la fuerza

Por Ireneu @ireneuc

Aunque ahora parece que ya va de bajada, hace no mucho que se puso de moda que los hombres lleváramos barbas pobladas, convirtiéndose poco menos que en una obligación social. El fenómeno, conocido como " hipster" hizo que allí donde se mirara que había un hombre, las barbas fueran las reinas. Barbas por aquí, barbas por allá, barbas por acullá... el hecho de calzar una poblada melena en el mentón se convirtió en algo que superaba la opción personal y, bien al contrario, era el síntoma evidente de la falta de criterio de la masa frente a las interesadas modas que marcaban los cuatro "influencers" del momento. Personalmente gasto una permanente perilla desde el 2010, pero cuando el rebaño masculino empezó a dejarse las barbas sin ton ni son, yo mismo hubiera rapado las barbas al cero a más de uno. Sea como sea, esta fobia por las barbas (también conocida como pogonofobia) no es cosa nueva, y el mismo zar Pedro el Grande llegó a estar tan en contra del pelo facial que puso un impuesto a aquellos que llevaran barbas. No obstante, aunque el asunto puede parecerle una banalidad, le puedo asegurar que tan conocido zar tenía sus poderosas razones para hacerlo.

La Rusia del siglo XVII, si bien era casi tan grande como lo es en la actualidad, la realidad era que, a nivel internacional, su peso específico era poco, por no decir nulo. El hecho de ser un país en que las tradiciones asiáticas se mezclaban sin solución de continuidad con las europeas hacía que la sociedad rusa, eminentemente rural y pobre, fuera tradicionalista y religiosa hasta el extremo. Esta situación, propiciada por el aislamiento secular de los pueblos perdidos en la inmensidad de las grandes estepas rusas, acabó creando un país de espaldas a la modernidad y alejado de los escenarios donde se disputaba la geoestrategia mundial.

Cuando Pedro el Grande accedió al poder en solitario en 1696 (desde 1682 había sido zar junto con su hermano, Iván V), él, que había viajado por Alemania, Francia e Inglaterra y había visto la grandeza de las culturas de esos países, decidió que ya estaba bien de tanta tontería. Quería que Rusia formase parte de los países más desarrollados de Europa, pero para ello tenía que actualizarse de forma urgente, tanto a nivel de administración del estado como social ( ver La Tsar Kolokol, la campana más grande del mundo). Evidentemente, una sociedad cerrada, neofóbica y tradicionalista hasta la nausea como era la rusa de aquel entonces, no iba a poner las cosas fáciles. Y lo sabía.

En el convencimiento de que el hábito no hace al monje, pero ayuda a hacérselo creer, Pedro el Grande impuso a su corte toda una serie de reformas en el vestir tradicional de esas élites, con la intención de dar una imagen más occidental de lo que estaba dando hasta el momento. La idea era que la aristocracia, en tanto que "vip's" de la vida social rusa, sirviesen de ejemplo para sus súbditos y, por mimetismo, éstos modernizasen sus vestimentas hacia un estilo más "civilizado", dejando de lado la imagen de mongoles de las estepas que llevaban por costumbre. Los jóvenes, más abiertos a cambios y novedades que los mayores, enseguida adoptaron los nuevos estilismos, pero los adultos no estaban tan dispuestos a ceder ante las nuevas tendencias. Una de esas costumbres ancestrales que los refractarios nobles rusos no estaban dispuestos a admitir era la de raparse las tradicionales y largas barbas. Barbas que los hombres mantenían en sus caras desde que se casaban debido a que, para aquella gente era algo sagrado. Según ellos, había muchos ejemplos en la Biblia sobre las barbas y, sobre todos ellos, la historia de Sansón, el cual perdió su fuerza con el corte de su pelo.

Pedro I, ante la negativa de una parte de su corte (los boyardos) a admitir ningún cambio modernizador -eran eslavos y rehuían de cualquier contacto con el occidente europeo- decidió ponerlos a la moda por fuerza, imponiendo toda una serie de gravosos impuestos a los que se entestaran en seguir con su estilo " garrulo". Y uno de ellos, implantado en 1698, fue destinado a gravar las barbas. No hace falta decir que, en cuanto les tocaron el bolsillo, las pelambreras faciales cayeron como las hojas en otoño. La verdad es que, calzar una barba, fueras o no noble (el impuesto valía tanto para los pobres como para los ricos), no era exactamente barato.

Según la documentación que nos ha llegado hasta la actualidad, los ricos empresarios tenían que pagar 100 rublos al año, la gente de la corte y militares, 60 rublos, los ciudadanos de Moscú, 30 rublos y los campesinos, que no tenían para pagar una tasa anual, tenían un peaje de 2 medios kopek (un kopek, vamos) cada vez que entraban ¡o salían! de las ciudades. Si tenemos en cuenta que un rublo de aquel entonces valdría hoy unos 12 euros y un kopek valdría 0,12 euros, hagan ustedes cuenta del pico que les costaba mantener la barba a los ricos y a los pobres de solemnidad.

De esta forma, a las puertas de las ciudades más grandes de Rusia -más que nada Moscú- los funcionarios del zar controlaban que la gente vistiera según la etiqueta impuesta por Pedro el Grande y los barbudos se dejaran su peludo peaje. Los que habían pagado su impuesto, enseñaban una ficha especial en plata que demostraba que estaba al corriente de pago ¿Y si se negaban a pagar? Sencillo... se les rapaba la barba quisieran o no. Para algunos era tan doloroso desprenderse de ellas, que las recuperaban cuidadosamente para que fueran incluidas en sus ataúdes ya que, según cuentan los cronistas, pensaban que no entrarían al cielo si no tenían sus barbas con ellos en el momento de su entierro. La medida, como puede comprender, funcionó a la perfección pese a la oposición frontal de algunos barbudos recalcitrantes. Tal fue el caso de los aguerridos -y muy tradicionalistas- cosacos.

El impuesto a las barbas se mantuvo hasta 1772 y sirvió para que el zar Pedro I forzara a la población a modernizarse, así como para minar el poder de los aristócratas más reaccionarios que se oponían a su acercamiento hacia las potencias occidentales. El zar, además de la vestimenta y las barbas, dio la vuelta a Rusia como si fuera un calcetín, haciendo una renovación total de la administración rusa, la educación impartida, la economía, el ejército y la estructura de la corte, modificando incluso los títulos nobiliarios. La occidentalización forzada por Pedro el Grande llegó hasta la creación de una ciudad a orillas del Báltico, San Petersburgo (también conocida durante muchos años como Leningrado), para poder tener una comunicación directa con las potencias europeas.

El zar Pedro I, de esta manera, está considerado el gran modernizador de Rusia, ordenando su reino respecto los estándares más avanzados que se daban en aquel momento. No obstante tanto avance, si algo no avanzó en nada fueron los derechos y libertades de la ciudadanía, ya que, lejos de suprimir barreras, Pedro el Grande quiso remarcar las diferencias de clase para asegurar su poder. Sus siervos, sin barbas y vistiendo a la moda occidental, fueron acogotados aún más si cabe, condenados a vivir unas vidas miserables que se diferenciaban bien poco de las de los esclavos. Una situación que, tiempo a venir, formaría el explosivo caldo de cultivo ( ver Khodinka 1896, cuando hambre y postureo se unieron mortalmente ) que acabó en una de las revoluciones más famosas y trascendentes de la Historia: La revolución rusa.


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