El indigente y las cinco monedas de oro

Publicado el 05 septiembre 2011 por Mora Fandos @Morafandos

Esta breve historia ocurrió. Me ocurrió. Con frecuencia se escucha: "A veces, la realidad supera la ficción". Pero creo que este modo de hablar intenta ver de modo separado lo que, en verdad, es inseparable. Un análisis es una abstracción, que pide una vuelta a la síntesis de la realidad. 
Las narraciones quieren incidir en la vida; y la vida tiende instintivamente a configurarse como narración. A veces, el final de algo que avanzaba se nos hace borroso, parece perder su sentido. Hay trayectorias que no sabemos finalmente cómo han terminado, aunque podamos contar con pelos y señales lo que finalmente pasó. Es siempre el sentido, eso que se cumple al cerrarse la historia vivida, lo que da el valor; y tantas veces no acabamos de verlo, o lo vemos mucho más tarde. Cuando se van desarrollando unas acciones, y la secuencia llega a un final con un sentido nítido, es cuando más claramente percibimos la vocación narrativa del vivir; y decimos "La realidad supera la ficción", "Esto hay que escribirlo". 
Solía ir a tocar el saxo al Giardino dell'Orticultura, donde Florencia empieza a escalar su ladera norte. Había un precioso kiosko de música, como si lo hubiera diseñado Brunelleschi. Allí llegaba yo algunas mañanas, montaba el instrumento, afinaba, y tocaba desde la balaustrada durante casi dos horas. El resto de los habituales del parque eran vecinos que sacaban al perro, padres y madres con niños pequeños, jubilados y jubiladas, enamorados... 
"Esta es la última", me digo después de mirar el reloj. Toco. A mitad, un padre con dos niños pequeños sube al kiosko a escuchar. Termino y comienza un curioso diálogo: mi italiano da para entender bastante bien lo que me dicen, pero todavía no para expresar con precisión  lo que quiero decir. El mayor de los niños se llama Cosimo, el pequeño, Tobia.
Recuerdo que es la hora, tengo que llegar a tiempo a la comida. Empiezo a desmontar el instrumento, mientras seguimos "conversando". 
-Ma, hai finito?, -me pregunta Cosimo.-Sì, ho finito, -respondo sorprendido por su desparpajo, y apenado porque he de irme. -Ci vediamo!, -se despide el padre.-Ciao!, -contesto.-Ma, hai finito?, -vuelve Cosimo, con insistencia. ¿Piensa que no puede ser que me vaya, ahora que acaban de llegar? ¿Quiere asegurarse de que la situación es irrevocable?-Sì, ho finito, Cosimo -contesto sonriendo en complicidad con su padre, y con una emoción recién despertada.-Ciao!-Ciao!
Bajan los escalones. Me acuclillo para limpiar mínimamente las piezas del saxo y meterlas en la funda. Ya llego tarde. Noto unas pisadas ascendiendo aprisa por los escalones. Me giro, es Cosimo. Ahora es más alto que yo. Sonrío todavía sin saber qué va a ocurrir. Uno de esos momentos en que estás a merced de no sabes aún qué, en que se abren tus verjas sin querer y descubres otra vez cuán vulnerable eres; que había una historia, tu historia, y que ni siquiera tú vas a escribir el final.
Cosimo levanta su mano cerrada, quiere darme algo. Le presento la palma de la mía. Ni él ni yo sabemos todavía que va a poner en ella el final de una breve historia: me da cinco bellotas que, seguramente, ha recogido esa mañana bajo alguna encina. Y, en silencio, se va.